¿Qué es el cine? Con esta pregunta de simple apariencia André Bazin sentaba las bases de una revolución, del advenimiento de una serie de cineastas que trataron de trasladar al fotograma el manifiesto teórico expresado en papel. Jóvenes Turcos, que pasarían a ser francotiradores del celuloide, subversivos de la pantalla grande y generadores no sólo de una forma distinta de hacer, ver y sentir el cine, sino de trasladarlo fuera de campo de la gran pantalla. Sí, al margen de los logros cinematográficos consiguieron que la vida y el séptimo arte se retroalimentaran, que las películas fueran tan miméticas con la realidad que devinieran más grande que ésta y, como contrapunto generar corrientes culturales, hábitos modas que iban un paso por delante de lo propuesto.
Sí, negar la importancia de la Nouvelle Vague como movimiento decisivo para el cine sería un acto de indigencia cultural: se puede seguir viendo películas, claro está, pero difícilmente se podrían entender o apreciar sin tener en cuenta sus referentes. Todo ello no es óbice, sin embargo, para afirmar sin embudos que la Nouvelle Vague ha hecho (también) mucho daño. Pero, ¿qué significa exactamente esto?
A veces un movimiento se define por lo que genera siempre en positivo pero se obvia, quizás conscientemente, que a la sombra crecen las imposturas, la asunción meramente estética y superficial de sus principios básicos. En definitiva, el creer que, con solo copiar dos estilemas por aquí, y adoptar ciertas poses estéticas por allá, se puede presumir de membresía cuando no se pasa de pobre imitación.
Uno de los claros ejemplos de todo ello es el ínclito Jonás Trueba, auténtico generador de nostalgias ficcionales no solo de una cinematografía que no vivió sino de una ‹joie de vivre› que resulta absolutamente artificial en su traslación del marco geográfico y temporal. En esta misma línea Marc Ferrer nos ofrece una versión ‹low cost› de esto mismo, pivotando en este caso en la relación amor/odio de sus personajes con la ciudad de Barcelona junto a la devoción descarnada a figuras como Godard o Rossellini.
El resultado final es un empacho referencial contradictorio y petardo (en el peor sentido de la palabra) que destila amateurismo por todos los poros y una confusión flagrante entre lo que se supone el bajo presupuesto y la desidia más absoluta tanto en dirección de personajes como en puesta en escena y planificación. Sí, la Nouvelle Vague se empeñaba en la naturalidad, en el fluir de la vida en la pantalla, mientras que Ferrer parece empeñado en forzar a sus personajes a soltar diálogos que ni ellos mismos se acaban de creer, de vivir situaciones, esencialmente cinéfilas, que parecen más una sarta de tópicos que de reflexiones con un mínimo de novedad u originalidad.
Quizás el mayor acierto del film está, irónicamente, en una frase de un espectador saliendo de la última de Godard: «Godard es un mito, pero la película es un rollo patatero». Mejor definición imposible al respecto de lo que es una idolatría a la desesperada. Algo que Ferrer no parece tener en cuenta lanzándose por el precipicio de la ausencia de (auto)crítica y reflexión. Puta y amada es un film kamikaze, empeñado en adoptar formas y actitudes absolutamente anacrónicas, confundiendo el amor por una estética con mimetizarla de forma grosera.