Hay que empezar por el final, porque nos recuerdan de nuevo que la inagotable labor de Anton Yelchin está limitada, que un día alguien recuperará una película y no entenderá que estuviera dedicada a su persona, pero todavía causa esa extrañeza impropia de una pérdida personal ver un adiós al final de una película cuando sabes que probablemente esta vez sí sea la última.
Por cierto, en Purasangre aparece Anton Yelchin —no sé si escribir su título original Thoroughbreds porque me siento incapaz de pronunciarlo— y lo hace a una distancia prudencial pero exacta de las dos protagonistas, que al mismo tiempo se sitúan a una distancia prudencial entre ellas, creando en esas escenas donde los tres se unen, un triángulo al que tal vez no se pueda aplicar el teorema de Pitágoras por no ser rectángulo, pero que sí suma ángulos con la perfección de obtener 180º.
Esto nos lleva a la idealización del encuadre y parece que Cory Finley, que se ha metido con niñas a trabajar en su debut —aunque están meticulosamente bien elegidas—, tiene muy claro que el efectismo de cuadro colgado en la pared es perfecto para el suspense calmo que se respira en el ambiente. El ejemplo perfecto son las largas escenas de sofá, ellas sentadas ante un clásico de cine, hablando y dirigiendo la cámara a una u otra cuando deciden mirarse para seguir la conversación. Las confesiones de cama adquieren un nuevo status al conocer el sofá acolchado. También a una persona que imita la asertividad y otra que odia con fuerza a través de un físico impenetrable. Tal para cual y contrapunto que te muestro. Olivia Cooke con rizos indomables y Anya Taylor-Joy con una calculadas maneras se enfrascan en una amistad recuperada e imposible que se retroalimenta.
Así descubrimos un humor negro que riega las pesquisas de dos adolescentes condenadas a encontrarse. No es tan importante lo que dicen como el efecto que causa en nosotros la tranquilidad con la que lo dicen. Sin apenas pestañear destruyen el concepto de clase alta y describen el capricho creciente de aniquilar aquello que odias, además de pasarse por el forro las normas sociales más básicas, algo que resulta condenadamente divertido y encantador.
Purasangre sabe utilizar sus códigos de thriller y humor en una historia sobre adolescentes frías, distantes, calculadoras y tremendamente inteligentes que encuentran un pequeño hilo conductor para seguir adelante con su acercamiento. Digamos que es importante mirar a los ojos del adversario y decirle la verdad, pero el tacto no parece aquí un elemento necesario en el diálogo. La claridad de sus palabras encaja a la perfección con la pulcritud del entorno y no puedo evitar pensar en esas personas que se dedican en los rodajes a marcar la posición exacta de los actores con cinta adhesiva en el suelo, porque ver cada vez más distantes físicamente y más comprometidas con un plan concreto es un todo. Algo que sucede con una calma inusitada, y que no sufre el problema del cine independiente de verborrea acústica, en Purasangre se miden todas y cada una de las intervenciones y apenas utiliza cambios de escenario y de interlocutores para dar potencia a sus escenas: las dos protagonistas son la base y a la vez la chispa de esta firme historia donde ni se preocupa de conformar una ‹coming of age› ni utiliza como excusa la locura para remarcar el comportamiento errático femenino (algo que innecesariamente se vuelve una moda de vez en cuando).
Caballos sin caballos, un plan sin ejecución visual y una amistad sin dibujos de corazoncitos en la ‹high class› norteamericana, la película perfecta para enamorarse de ellas y desear más de un director que si empieza desde tan arriba y con tanto gusto por la imagen mucho debe torcer su camino para defraudar a nadie. Sobre la ausencia de culpa si esto sucede ya nos ha advertido con Purasangre.