El mundo de la política es un mundo que se rige, mayormente, por los intereses (propios, obvio). Un hecho que se puede constatar con facilidad atendiendo a esas luchas de poder que se suceden —cada vez más a menudo— en el seno de los partidos políticos —incluso de aquellos que dicen pretender defender los derechos del pueblo llano ante todo—. Es por ello que cada vez se antoja más complejo encontrar personajes como el que dibuja Thomas Kruithof en su segundo largometraje tras Testigo; lejos, incluso en ocasiones de sus colaboradores, la alcaldesa a la que da vida Isabelle Huppert parece huir (en cierto modo) de un universo donde prevalecen las promesas a medias o las mentiras intencionadas; y digo en cierto modo, claro, porque tras ese compromiso que sostiene Clémence para con los habitantes de un complejo en dudosas condiciones, también está el hecho de poder culminar su gobierno tras dos candidaturas —como prometió— resolviendo uno de esos conflictos desde los que reflejar un legado personal. En definitiva, pues, ni siquiera una figura que parece tender a una mirada íntegra e improbable, puede emanciparse de cuestiones tan baladíes —en especial, en un campo como el de la política— como el qué pensarán.
Promesas en París provee, a través de esa óptica, un ejercicio dramático afianzado en su terreno: es a través de los diálogos y datos que el cineasta galo maneja, que el espectador obtiene algo más que una contextualización de la situación expuesta, también los cimientos para una construcción de personajes que se perfila ciertamente interesante en su progresión, redefiniendo en más de una ocasión roles que sugieren a la perfección la deriva que puede tomar un contexto como el dispuesto.
Lejos de abordar al público con información que, en no pocos casos dentro del género, termina deviniendo puro algoritmo —como si todo tuviese que sostenerse bajo un, por momentos, ininteligible fondo— Kruithof administra con tino una narrativa vigorosa capaz de consolidar el relato, provista por un montaje que se alza como una de las grandes virtudes del film, capaz de encontrar un equilibrio notable entre los matices que irán adquiriendo sus personajes y el propio desarrollo de la trama.
En ese sentido, quizá su mayor atributo radique en el hecho de comprender la volubilidad de los mecanismos políticos como un instrumento de cambio no siempre supeditado a la propia voluntad, sino más bien a las presiones y juegos deslizados desde un campo que se antoja no pocas veces impredecible.
No obstante, y lejos de esa raigambre que sostiene con el terreno en el que se mueve, Promesas en París no se dispone ni mucho menos como un film político al uso: aquello que prioriza Kruithof ante todo son las relaciones y las permutas que se deducen de tal parcela, manteniendo en todo momento una mirada que, de algún modo, se distancia; no tanto en lo afectivo, donde el cineasta es capaz de desgranar los vínculos y estados entre sus personajes centrales —interpretados con consistencia por Isabelle Huppert y Reda Kateb—, sino más bien al devenir un agente neutro, pues será el espectador quien se encargue de juzgar sus actuaciones.
Quizá, aquello que mejor define un film como Promesas en París es su resolución: tan cinematográfica como alejada de una militancia que, en realidad, la obra tampoco requería, y tan irremediablemente ficcionada como distanciada de una realidad tangible. Al fin y al cabo, la conclusión que el autor de Testigo propone, no es más que un modo de terminar mostrando sus cartas, de apostarlo todo a esa progresión dramática que es la que dota de un sentido específico a la cinta y le otorga, con habilidad, un pequeño pero sugerente espacio en el que sentirse con voz propia.
Larga vida a la nueva carne.