Banalizando el dolor
Sofia Coppola ha articulado su filmografía siguiendo la irrefrenable pulsión que siente por radiografiar el contorno inasible del vacío que muerde el pecho de sus personajes, siempre encerrados en unas jaulas de oro que brillan con la misma fuerza con la que les oprimen, que proyectan hacia el exterior una imagen de pulida y pulcra mansión de mármol, mientras en su interior desgarran el silencio con la violencia de los dientes rotos. Priscilla no es una excepción. La cinta retrata la vida de Priscilla Beaulieu (Cailee Spaeny, premio a Mejor actriz en Venecia) desde que, con apenas quince años, conoce en Alemania, donde su padre, un soldado, ha sido destinado, a un Elvis Presley (Jacob Elordi) que, ya convertido en estrella de masas, está haciendo el servicio militar obligatorio; pasando por su posterior enamoramiento, compromiso, boda —siendo ella menor de edad— y matrimonio; hasta llegar al día en que decide poner punto y final a la relación, tras haber soportado los constantes abusos, agresiones y excesos de su marido.
Si hubiese que buscar en la filmografía de Coppola una cinta similar a Priscilla, esa no sería otra Somewhere, en tanto que ambas dibujan con la tiza del tedio y los tiempos muertos el perfil de unas personas rotas, que tienen todo lo que la sociedad capitalista —y esto es importante— dicta que se debe tener para ser feliz, para hundirse con levedad en la espuma de una alegría que, sostenida por el consumo compulsivo, puede volverse eterna, y que, pese a eso, son profundamente infelices. La principal diferencia entre ambas es que mientras en Somewhere la directora construía un juego de orfebrería audiovisual en el que elementos en apariencia mundanos y vacíos adquirían una vez terminada la obra una carga simbólica que construía de forma instantánea el discurso en la memoria del espectador, en Priscilla abandona cualquier intención discursiva para dedicarse en cuerpo y alma a diseñar unas imágenes barrocas de efecto inmediato. Para que se entienda: la cinta con la Coppola ganó en 2010 el León de Oro en el Festival de Venecia, se abría con un plano general, estático y bastante largo, del que salía y entraba el protagonista mientras daba vueltas por el desierto con su Ferrari. Esta secuencia, una vez avanzado el metraje, se entendía como una metáfora de la propia situación del personaje interpretado por Stephen Dorff. En Priscilla, por el contrario, la escena de apertura, que consiste en un ‹travelling› de seguimiento en plano detalle de los pies descalzos de una protagonista que camina por una alfombra rosa —se intuye que bastante cara—, no pone de manifiesto otra cosa que no sea el fetichismo que siente la realizadora por la estética del lujo, con sus decorados sobrecargados y sus objetos excéntricos.
Coppola tiene una habilidad especial para transmitir el infierno emocional que devora por dentro a sus personajes a través de su mirada, de sus silencios y sus momentos en soledad; y es experta, por tanto, en convertir la mundanidad de su rutina en un espejo que refleje el dolor que les consume, pero en esta ocasión el retrato de dicho dolor no llega a tener ningún tipo de profundidad. La película carece de un esqueleto temático que sustente sus dos horas largas de duración. La directora asienta rápidamente la idea que ejerce de núcleo de la propuesta —la pesadilla que vivió Priscilla durante su matrimonio con Elvis—, pero su acercamiento a la misma nunca deja de ser superficial y plano, tanto a nivel emocional como visual: y es que el andamiaje narrativo de la obra lo componen, por un lado, escenas prácticamente iguales en las que la protagonista camina por Graceland perdida de soledad y tristeza; y, por otro, secuencias calcadas en las que Elvis la somete a constantes abusos y maltratos físicos y psicológicos. La repetición de dichos momentos no responde tanto a una intención premeditada con la que la realizadora pretenda hacer sentir al espectador el tedio, la angustia y el sufrimiento de Priscilla, como a su falta de imaginación a la hora de narrar estas emociones.
Priscilla quiere ser una reflexión sobre la fractura de los sueños, la violencia de género y la angustia que se esconde tras los focos, pero, dado que el único recurso visual que se le ocurre a Coppola para poner en imágenes dichas cuestiones es bajar la obturación de la cámara para que los fotogramas se oscurezcan lo máximo posible, termina convertida en un subrayado plúmbeo y descafeinado del sufrimiento de su protagonista. La directora, además, parece más interesada en epatar al espectador mezclando imágenes sobrecargadas —pese a sus tonos apagados— con música pop anacrónica que en ofrecer un verdadero reflejo del dolor de Priscilla; y, en algunos momentos, llega incluso a romantizar —y banalizar— su situación al convertir su desasosiego en material de videoclip. Sólo la gran interpretación de Cailee Spaeny consigue arrojar algo de luz sobre una película bastante gris.