El segundo largometraje de Matthew Warchus, Pride (Orgullo), parte de un hecho real tan pintoresco que no es de extrañar que haya acabado por saltar al celuloide, y justamente en la actualidad, cuando la sociedad occidental en general, y la británica en particular, parecen haber clasificado bajo lo “socialmente aceptable” —en mayor o menor grado— la existencia de la homosexualidad.
Porque la anécdota histórica en la que se basa el filme es el apoyo que prestaría al sindicato de mineros, durante la larga y sangrante huelga que mantuvieron en el Reino Unido entre 1984 y 1985, una asociación de gais y lesbianas vinculada también a las manifestaciones del orgullo gay, en una época muy difícil tanto para los grupos de liberación sexual como para los de ideología de izquierdas, al estar marcada por los valores conservadores (por decirlo suavemente) de Margaret Tatcher y el auge del fenómeno de los neonazis en áreas suburbiales.
En este sentido, la película podría haber sido un espléndido drama sobre la unión de los marginados y la importancia esencial de los derechos humanos para sobrevivir como especie, dado que son precisamente los valores de solidaridad, respeto y tolerancia los que nos unen por encima de nuestras superficiales diferencias. Sin embargo, es obvio que los responsables de la cinta han pretendido llegar a una audiencia amplia, motivo por el cual le han dado un tono de comedia costumbrista, en la tradición de otras obras de su nación como Tocando el viento (1996) de Mark Herman o Full Monty (1997) de Peter Cattaneo. Es más: se apartan conscientemente del estilo realista y “descuidado” de estas piezas y emplean una depuración formal que contiene la mayoría de recursos narrativos del estándar de Hollywood, léase el uso de música extradiegética en los momentos emotivos, los planos generales cuando se describe un viaje, etc.
De ahí se deduce, pues, que estamos ante una creación muy convencional y en absoluto destinada a hacer historia. Ello no es óbice, no obstante, para que sus casi dos horas de duración transcurran deliciosamente, al tratarse de una película tan tierna como amena, tan divertida como sensible, tan honesta como emocionante. Sin duda, buena parte del mérito de la misma se debe al excelente guión del actor Stephen Beresford, que además de contar con gags ingeniosos y sutiles, en la mejor tradición de la comedia británica, define muy bien los principales personajes de la historia, evita caer en maniqueísmos burdos y se reserva para el final una gran sorpresa que es mejor no desvelar en estas líneas.
Otro tanto puede decirse del plantel de actores, que llevan a cabo sus papeles con convicción y eficiencia, desde Mark, el exaltado militante encarnado por el norteamericano Ben Schnetzer, hasta el atormentado Gethin (Andrew Scott) y su temperamental novio, Jonathan (Dominic West), pasando por el tolerante e idealista Dai (Paddy Considine) y llegando al serio Cliff (Bill Nighy) y a su buena amiga Hefina (Imelda Staunton).
Asimismo, tampoco es ajena a la efectividad de Pride la excelente labor del apartado de arte y vestuario, pues la convincente recreación histórica que en ella se despliega da veracidad y autenticidad a la trama; a lo que también contribuye, es cierto, la decisión de iniciar el filme con imágenes de archivo de la época. Dichas imágenes, por otro lado, ya dejan claro como los pobres y outsiders no entran en los planes de quienes constituyen el establishment, encarnados en su brazo armado: la policía.
De hecho, puede discutirse el acierto o desacierto de haber optado por un tono cómico en vez de uno dramático, pero lo que es una lástima a todas luces es la parvedad de la apuesta formal del proyecto. En manos de otro director, es posible que la cinta hubiera devenido un pequeño clásico en su género; al respecto me viene a la mente Billy Elliot (2000), que se mueve exactamente en el mismo universo que el filme que nos ocupa, pero cuyo máximo responsable, Stephen Daldry, hacía crecer la anécdota exponencialmente gracias a su exquisita realización. Bien es verdad que, para ser justos, se atisban en Pride momentos mayores que el conjunto —por ejemplo el travelling desenfocado que recoge la reacción de los padres de Joe (George McKay) ante el descubrimiento de su sexualidad o la secuencia que precede al ataque de Gethin—, pero, no por casualidad, están casi todos asociados a las escenas más tristes del relato, aquellas que el gran público quiere obviar y que, por eso mismo, Warchus resuelve con mayor elegancia y destreza.
En cualquier caso, Pride es una obra que, más allá de funcionar como un inteligente entretenimiento de masas, vale la pena ver ni que sea por los principios humanistas que defiende, necesarios en una sociedad como la presente, marcada por un nihilismo que fomenta el aislamiento y el egoísmo; algo que conviene, y mucho, a quienes sustentan el aberrante status quo del mundo.