Hay silencios que aguardan en un rincón oscuro de la casa años, siglos, generaciones. Son testigos sordos de tristezas, cargan gritos que nunca explotaron, pensamientos bullentes, lágrimas sorbidas lentamente, sangre que al salpicar quedó olvidada en una gota imperceptible, en la pared. También cobran forma de oración compartida, del dios que siempre está y nunca te abandona, de murmullo que vuela de ventana en ventana, como una brisa caliente y plomiza un día de verano. Pero los silencios no tienen historia hasta que alguien se atreve a romperlos y Lucía Murat quiere contarnos qué ocurre cuando uno se rompe.
Praça Paris habla del encuentro entre dos mujeres en Brasil: Gloria, negra, habitante de una favela, perseguida por la sombra protectora de un hermano traficante encarcelado y el recuerdo de un padre abusivo, acude a la consulta de Camila, una psicoanalista blanca, de origen portugués, que viaja a Brasil para realizar una investigación sobre violencia en la Universidad del Estado de Rio de Janeiro, donde su paciente trabaja como ascensorista. El silencio de Gloria está deseando confesarse. El silencio familiar de Camila, que le recuerda que la culpa de la muerte de su abuela la tuvo Brasil, permanece acallado por su afán de ayudar a otro cuya realidad cree poder controlar a través del pacto tácito de la distancia clínica.
Gloria escogerá palabras que atraviesan cualquier muro, que se incrustan en los ojos, que hablan de manos brutales en el infierno escondido de su dormitorio, de la costumbre de tiroteos en las calles, de un cadáver más que se tapa, de otro que muere quemado por la sed común de venganza, de los abusos policiales, de la voluntad omnipresente de su hermano, del ojo por ojo y diente por diente. Y a medida que se esparcen los relatos de violencia cotidiana en la pequeña sala queda menos espacio para la comodidad de Camila, y Gloria, recostada libremente en un diván, despojada de todos sus silencios, intercambia los papeles pronunciado una ensoñación: «Outro dia eu sohnei con você. Eu era rica e bonitinha».
Camila por su parte no encuentra el control, solo está su miedo precipitado en todas partes, en todas las esquinas, en forma de Gloria llamando a su puerta, de Gloria estrechando su mano, de vídeos inhumanos en móviles y titulares de periódicos, de perseguidores detrás de cada paso; y todo Rio se convierte en una favela. Hay un desequilibrio entre los dos personajes. La fuerza de Gloria, interpretada por una soberbia Grace Passô, absorbe, incluso ridiculiza, la fragilidad de Camila, caracterizada por Joana de Verona. Quizá el relato de Gloria devora por completo el silencio de Camila.
La Plaza Paris, situada cerca del centro de la capital brasileña y planteada a modo de jardines versallescos, fue parte de un plan urbanístico que pretendía convertir Rio en otra ciudad, una ciudad europea. Pero la arquitectura de la ciudad está llena de silencios que esconden el mismo miedo de Camila. Brasil está dividido por el miedo de otro. La directora nos desvela a través de los cuerpos de estas dos mujeres, de sus miradas, de la vivencia del miedo (Gloria lo normaliza, Camila lo convierte en paranoia) la violencia estructural que subyace y divide Brasil en blancos y negros, mujeres y hombres, pobres y burgueses, ciudadanos de bien y favelados, europeos y brasileños. Y también nos muestra cómo esa violencia se alimenta de la deshumanización de cuerpos o, como diría Judith Butler, de cuerpos que no importan, de vidas que no son vivibles, de la banalización de sus muertes en la prensa, de historias que nadie quiere escuchar o que nadie pronuncia ya porque se han convertido en una mala costumbre.
Praça Paris logra visibilizar las contradicciones, las miserias, la violencia y la profunda incomodidad que late en el seno de un silencio guardado por todos, de un secreto a voces que hasta entonces circulaba, de ventana en ventana, como un murmullo vecinal. Nos conduce a cuestionar nuestra manera de mirar al otro y, al mismo tiempo, nos hace percatarnos de que, a su vez, estamos hechos de fragmentos de otros. Lucía Murat, ex-militante contra la dictadura militar brasileña, encarcelada y torturada a pesar de ser blanca y de clase media, se une así, simbólicamente, a Marielle Franco, voz de las mujeres negras faveladas, asesinada a tiros en el barrio carioca de la Lapa, en la defensa de una lucha que nunca pudo ser silenciada.
Praça Paris habla de la incomodidad que se produce cuando un silencio se rompe; de la grieta que ocasiona el silenciado tomando la palabra, haciéndose un hueco, por fin, en el universo de nuestro discurso. Puede que su relato no nos guste y nos revuelva, que nos aterre, que salgamos corriendo incluso, pero finalmente, como a Camila, nos aguarda el ineludible precipicio, porque ya ha sido pronunciado. Y a medida que se produce la contratransferencia entre las dos mujeres la película, que en un principio tenía tintes de drama social, va tomando el ritmo de un thriller demasiado apurado y el final se despeña también hacia el fondo del movedizo mar carioca. La colaboración entre Lucía Murat y Raphael Montes ofrece un guion abrupto, con una trama entrecortada, dividida, diferenciada, como la realidad brasileña.