En un momento dado de este interesantísimo, aunque no del todo satisfactorio, documental de Carmine Amoroso, la escritora y ensayista Lidia Ravera señala cómo el movimiento de liberación sexual que germinó en mayo del 68, y con ello la subsiguiente industria del erotismo y la pornografía, permitió, amparándose en la idea acaso utópica del amor libre, afianzar un imaginario machista que reducía a la mujer a mero receptáculo del deseo masculino. Equiparando los discursos feminista y conservador (coincidentes en su rechazo a la pornografía, pese a que ambos divergían en los motivos: la defensa de la autonomía del cuerpo femenino en el caso del primero, la salvaguarda del pudor y la “decencia” en el caso del segundo), los defensores de la incipiente industria del entretenimiento adulto se agarraron con firmeza a algo tan difícilmente rebatible como la libertad de cada uno para experimentar el placer como mejor creyera oportuno, si bien obviaron hasta qué punto la pornografía no tiene tanto que ver con el placer de los implicados como con la mercantilización de sus cuerpos para el disfrute de terceros.
Es interesante apuntar esto porque el film de Amoroso se estrena en un periodo en el que la industria pornográfica, de nuevo, vuelve a estar severamente cuestionada, y no sin razón: resulta preocupante el enfoque cada vez más violento y vejatorio que caracteriza a gran parte del cine X que se hace hoy en día, en el que el erotismo parece derivarse más de la situación de sumisión de la mujer hacia el hombre antes que de su propio placer. Por supuesto, el porno se desarrolla en un marco de consentimiento, está realizado por adultos y para adultos y responde a fantasías ficticias a las que no se les debe exigir peso o valor didáctico o moral, igual que no se le exige al cine o la literatura; sin embargo, no podemos sustraernos al hecho de que, aun considerando todo lo anterior, el porno moldea nuestra sexualidad y reconfigura y amplía el espectro de nuestro deseo, y esto, en tiempos de Internet en el que su acceso está absolutamente normalizado para cualquiera que sepa usar un ordenador, no deja de ser algo que debería debatirse a conciencia.
Porno e libertà no llega a tocar, más que de soslayo, esta tensión que ha experimentado siempre el porno entre su condición de objeto de consumo (y, por tanto, al servicio de los deseos de sus consumidores potenciales, que por mucho que se diga son y siempre serán hombres) y su naturaleza liberadora y dionisiaca, capaz de derribar prejuicios y alentar la apertura moral del respetable. Amoroso, claramente, se vuelca comprensiblemente en lo segundo, porque su obra es esencialmente coyuntural: no puede percibirse de igual modo el porno de principios de los setenta (donde existía aún un clima de represión moral y sexual importante) que el porno de hoy en día, donde su existencia está interiorizada y asumida, y su dinámica y evolución parece guiarse estrictamente por el circense “más difícil todavía”. En los setenta, por el contrario, el porno (o, más ampliamente, el movimiento de liberación sexual) era también una cuestión política, una oportunidad para reivindicar la autonomía del placer y atentar contra los garantes de la moral, aun a costa de jugarse penas que podían incluir la cárcel.
Su director refleja esto de un modo dinámico, si bien algo convencional, recurriendo a un material de archivo sumamente interesante y a una narración cronológica, aunque algo desordenada y caótica. Lo mejor está en el modo en el que abarca las diferentes ramificaciones del erotismo de la época (desde sus inicios en Suecia y Dinamarca hasta la reconversión de Cicciolina en icono pop), dando fe, asimismo, del valor cultural que también llegó a ostentar la industria (más allá de los filmes al uso, se desarrolló un arte generoso en el campo de la animación y la ilustración que conviene recuperar). En general, Amoroso plasma de forma radiante el colorido paisaje del porno setentero italiano y europeo, tan diferente al actual, tan estéticamente goloso y hasta kitsch —¡qué cargada de sentido la unión matrimonial entre Cicciolina y el inefable Jeff Koons!— y también con esa posibilidad de visibilizar el erotismo no heteronormativo y contribuir, así, a su legitimación social, como señala la escritora Helena Velena. En cierto modo, se nos dice, el porno nos permite redescubrir nuestra propia sexualidad y reivindicarla; normalizar el sexo, los cuerpos, el deseo.
Porno e libertà, como bien indica su título, funciona en última instancia sobre todo como homenaje a los practicantes de una industria que luchó contra la censura de la época (en gran medida, conscientes todos ellos de la enorme oportunidad económica que tenían delante), ejercida por una sociedad pacata que empezaba a dejar de serlo, y no tanto como análisis o reflexión sobre la imagen pornográfica, su desarrollo en el tiempo o su impacto en el tejido social. Por ahí desfilan, pues, gente como Lasse Braun, Riccardo Schicchi, Giuliana Gamba (quizás la única directora europea de cine X de la época) o la directora del Living Theatre Judith Malina. Y, por supuesto, Ilona Staller, aka Cicciolina, figura sobre la que pivota toda la película (y, en cierto modo, todo el porno europeo de los setenta), a la que Amoroso da voz apenas unos minutos al final del documental, quizás la decisión narrativa más cuestionable de todas.