Poppy Field, el primer largometraje dirigido por el actor rumano Eugen Jebeleanu, muestra desde la asepsia persecutoria un día en la vida de Cristi, un gendarme de Bucarest (Rumanía). Desde que se levanta por la mañana acompañado de Hadi, el hombre con el que mantiene una relación carnal y a distancia, hasta que se pone su uniforme y se va con sus compañeros de trabajo a realizar una intervención en un cine del centro, donde una serie de manifestantes están saboteando la proyección de una película ‹queer›. En principio un día sin más, la cotidianeidad de un policía que antes es persona. Sin embargo, todo cambia cuando, en medio del escándalo del cine, una relación pasada con otro hombre vuelve al presente, amenazando su estabilidad profesional y personal. ¿Por qué? Porque Cristi quiere separar su intimidad de su trabajo, preservada tras las puertas cerradas.
Porque, igual que a la gente no le gusta que uno tenga su propia fe, también hay gente muy pesada con eso de decidir por los demás lo que les tiene que gustar, lo que tienen que escuchar y también lo que tienen que ver. Hasta el punto de hacer ver como cobardes a quienes prefieren ocultar sus preferencias sexuales y ofrecer la idea de que sí les gustan otras que en realidad no les interesan lo más mínimo. Como si yo me tuviera que pedir un sándwich caliente en el Rodilla en vez de uno de pollo al curry bien frío sólo porque detrás de mí, en la fila, hay un número muy amplio de personas increpándome para que escoja alguno de los que les gustan a ellas. La obsesión, el aburrimiento y las ganas de dar el coñazo al prójimo. El absurdo… Como si no tuviera yo ya mi moral.
Desde esta perspectiva (la de alguien hasta los cojones de la sociedad en su casi conjunto, a pesar de ver detalles que apuntan al optimismo de vez en cuando, y sobre todo de Twitter), Poppy Field le resulta una película escasa. Yo le pediría más, no sólo la asepsia y la distancia del que va detrás de cada personaje y del protagonista para que nosotros decidamos qué pensar. Básicamente porque cada día parece más claro que carecemos de empatía y ninguna película va a hacernos cambiar de forma de pensar, sea esta cual sea. De ser al revés, supongo que tendríamos que haber salido de esta pandemia aún latente mejores de como entramos. Pero como alumno de Carlos Boyero, voy a resumir mi sentir hacia el final de esta reseña dando una opinión completamente personal y sin argumentar en absoluto respecto a detalles cinematográficos:
En Poppy Field me cae mal todo el mundo. No soporto a nadie. Los diálogos confirman que no hay nadie que valga la pena, nadie a quien contarle la verdad, pero tampoco con quien debas mantener una mentira. Sin embargo, la amargura existencial, la decepción ilimitada por las prácticas del ser humano, la existencia de Juan Ramón Rallo sentando cátedra bajo una portería que no para de mover para tener razón, o los actos y comentarios retrógrados repletos de agresividad y odio superan el asco frente a lo mal o bien que me caiga nadie. El egoísmo lo supera todo. Así que, en fin… como esta película sirve para comprobar una vez más que seguimos estancados como seres humanos convivientes, pues yo cierro esta crítica diciendo que no supongáis por la portada que es algo de amor, porque es la típica cinta europea que te muestra todo y no termina de contarte nada. Pero bien, porque tampoco dura mucho y puede que aún sirva para algo:
Como un acto de resistencia a la restricción de los derechos humanos, como forma de dar voz a una minoría discriminada que no siempre se atreve a dejar de ocultarse. Porque sí, nadie se va presentando a los demás diciendo si es hetero u homosexual, pero si en algún momento surge la conversación de si tienes pareja, está feo decir que ninguna para no decir que sí, pero de la otra acera (jaja, “la otra acera”). Por la tolerancia, la aceptación y el respeto de los que con sus actos y elecciones no hacen daño a nadie (ni a sí mismos).
Habrá que seguir intentándolo.