Lee Israel es una escritora reputada por sus biografías autorizadas sobre la actriz Tallulah Bankhead, la famosa norteamericana Dorothy Kilgallen y entrevistas a Katherine Hepburn. Sin embargo, otra desautorizada con Estée Lauder como retratada, es la causa de su precariedad laboral, vital y editorial. Pero ella no usaría tres adjetivos rimados como ha sucedido en la frase anterior, porque adora escribir con el mismo talento que sus admirados maestros Dorothy Parker o Noël Coward. Así lo creen también los comerciantes que compran engañados sus cartas en las librerías de antiguo que pueblan Manhattan. Lee no está sola en sus fechorías: gracias a la distinguida ayuda de Jack Hock, un buscavidas británico que con su desenvoltura consigue vender gran parte de la correspondencia falsificada por su jefa y amiga. Pero, ¿qué es lo falso y qué es lo verdadero cuando se trata de hacer disfrutar al lector o al público? ¿No es el mismo cine una fábrica de mentiras que produce alegría, tristeza y otras sensaciones?
Después de The Diary of a Teenage Girl, ópera prima en la que adaptaba una novela gráfica que sucedía en los setenta, Marielle Heller parte de un guión basado en las vivencias descritas por la protagonista, Lee Israel, en su libro de título homónimo al film. Su vida desde el año 1991 y siguientes, una época difícil para mantener el interés de los lectores en el brillo perdido de celebridades como la cómica estadounidense Fanny Brice, una actriz de vodevil que supone un Macguffin tan válido para la historia como el propio cartel de advertencia inicial, sobreimpresión con el machacado aviso de estar «basado en hechos reales». Este es un aspecto importante porque la directora —acompañada por los guionistas Nicole Holofcener y James Whitty— decide traicionar el biopic previsto, para darle entidad como largometraje de ficción estructurando un guión con aroma clásico.
¿Podrás perdonarme algún día? supone una sorpresa en la cartelera comercial porque no es una producción al uso. Ni siquiera en su condición de película de época reciente, de los primeros años noventa en concreto, ya que el trabajo de ambientación resulta más evocador de la textura visual de las décadas previas a esa; en una ciudad de Nueva York fotografiada con un esmero que la convierte en un elemento primordial del film. Esa fotogenia que la transformaba —en el cine de otra era— en una de las capitales del mundo. A esta calidad ayudan la caligrafía de la realizadora, pausada en las transiciones de una secuencia a otra, al mismo tiempo que muy dinámica en el tempo de las réplicas y contrarréplicas.
El largometraje es un trabajo construido con pulso literario, ritmo de comedia y poso de tragedia. Protagonizado por los dos personajes principales, reservados, supervivientes con los mismos galones que muchos de los caracteres que glorificaban John Huston o Arthur Penn, por citar a dos grandes cineastas que se acercaban a los supuestos perdedores de la sociedad. Melissa McCarthy y Richard E. Grant están mejor que nunca y se hacen gigantes cuando comparten escena o se separan. Pero no se trata del lucimiento dramático que consiguen sin esfuerzo aparente, sino en la fuerza de unas composiciones que dotan de vida, piel y carne a sus avatares.
El film, una comedia según la base IMDB o un drama según la de Filmaffinity, tiene esa capacidad de no definirse pero coger lo que necesite de cada género. Quizás sea mejor verlo como una comedia suave en el tono, pero profunda en sus motivos. Porque el largo consigue varias de las mejores reflexiones acerca de lo que vale de verdad la pena. ¿El arte o la copia? ¿El prestigio o el fracaso? ¿Vivir bien o sentirse bien? Por supuesto ninguna cuestión es respondida, del mismo modo que hacían los buenos maestros del Hollywood antiguo, dejando fuera de campo toda una intriga que poco importa, sabiendo que lo principal son las personas y sus relaciones; con aquella sutileza para tratar al espectador como sujeto pensante, adulto, capaz de adivinar la gravedad de situaciones de aquel momento, ya histórico, como era entonces la enfermedad del SIDA. Lo clandestino, también, en la colectividad de lesbianas y homosexuales. La irresistible atracción de una amistad entre seres solitarios que se disfruta desde la butaca, y esas pistas extraordinarias que regalan canciones de Paul Simon, Roxy Music, Pixies, Dinah Washington, Peggy Lee, Chet Baker o los mismos temas musicales de Nate Heller, la compositora de la banda sonora original. Una época pre-móvil que se pierde en el tiempo como las líneas borrosas de unas cartas mecanografiadas.