Alfred Hitchcock fue uno de esos pocos directores capaces de traspasar la línea que dibuja su propio universo creativo, convirtiendo de este modo su estilo, arte, obsesiones y temática en un género en sí mismo. Quizás el término «una película basada en el cine de Alfred Hithcock» sea una frase que haya perdido parte de su vigencia y credibilidad al haberse deformado con el paso del tiempo, puesto que si bien los títulos que en un principio se adscribieron a dicho enunciado se ajustaban a la perfección en él, los vicios y el marketing transformaron el axioma en un batiburrillo que admitía cualquier película fundamentada en una historia de intriga. Sin embargo, no es suficiente que el suspense sea el soporte principal del argumento para que una cinta pueda ser considerada un homenaje al maestro de este género, sino que además es preciso que en el esqueleto que cimienta la espina dorsal del proyecto cinematográfico se incluyan las alucinaciones y paranoias del genio británico, las cuales no se apoyan únicamente en el suspense.
Sin duda Pociag (Tren de noche) es una de esas cintas que encajan a la perfección en el manoseado término que hemos comentado en el párrafo anterior. Y esto es así porque el maestro Jerzy Kawalerowicz (director coetáneo de Andrzej Wajda y ciertamente uno de esos grandes autores de la escuela polaca de cine, el cual posee en su filmografía dos de los títulos más importantes de la historia de su país como Madre Juana de los Ángeles y Faraón), construyó una película que a simple vista nada tiene que ver con el ritmo y la estructura que imprimía a sus criaturas el director británico, pero en la cual se advierten pinceladas muy concretas cargadas de lirismo y poesía que pertenecen indiscutiblemente al enfermizo cosmos ideado por el autor de Vértigo.
No hace falta ser un especialista ni fanático de Hitchcock para detectar en la trama de Tren de noche la influencia de varias de las obras maestras del mago del suspense en las cuales el tren está muy presente en el desarrollo de la sinopsis. Así, el comienzo de la película podríamos asimilarlo con Alarma en el expreso gracias a una sutil presentación de los actores llevada a cabo con destellos de un fino humor negro. El primer contacto entre los dos personajes que soportan el peso de la cinta sería comparable con el encuentro de los intérpretes de Extraños en un tren. Conforme avanza el viaje y se acrecentan las sospechas acerca de la identidad del asesino invisible, la atmósfera del film va amoldándose a la de Sospecha así como a la de La sombra de una duda. Finalmente, las conversaciones entabladas entre el desconocido y la rubia, en las cuales salen a relucir temas como el sexo o los secretos y los miedos que perturban el alma humana, son claramente identificables con las mantenidas por las parejas protagonistas de Vértigo o Con la muerte en los talones.
El argumento del film no puede ser más sencillo a la vez que complejo. Un misterioso personaje ataviado con unas oscuras gafas de sol que ocultan su rostro toma un tren con dirección desconocida. Si bien dicho personaje busca el anonimato que el ferrocarril parece otorgar a sus viajeros, en él se topará con una serie de extraños personajes: una fría rubia con la cual se verá obligado a compartir compartimento y que esconde un secreto relacionado con su pasado, una mujer casada con un aburrido abogado vecina de departamento obsesionada con el sexo y por tanto con rasgos de ninfomanía, dos curas en peregrinación a un santuario, la veterana revisora que acomoda a los pasajeros en los estrechos habitáculos que sirven de habitaciones, un periodista ex-prisionero de un campo de concentración nazi, el joven amante de la rubia que trata sin fortuna de reconquistar el gélido corazón de la dama y dos protagonistas inanimados pero de gran peso en el discurrir de la historia como son el anuncio en los periódicos del asesinato de una mujer a manos de su marido, el cual ha huido encontrándose en paradero desconocido y, por último, el tren con sus sonidos característicos, sus estrechos pasillos, sus habitaciones no aptas para claustrofóbicos, sus ventanas luminosas por el día y tenebrosas por la noche y su continuo y rutinario traqueteo alejado de altas velocidades y prisas, fiel testigo del cambio y del tedio que supone el discurrir del tiempo, el cual se constituye a base de las pequeñas historias que conforman el enigmático día a día casi sin que el mismo sea perceptible a través de la mente humana.
Con estos sencillos ingredientes, Kawalerowicz mostró el talento de los grandes al sacar adelante un thriller de espíritu «Hitchcockiano» que bebe del tempo, fotografía y montaje de las mejores películas del cine de autor europeo, pero que a la par es igualmente un profundo melodrama que vierte en la consciencia del espectador una ácida y corrosiva crítica en contra de la intolerancia, vicios y miedos que atenazaban a la sociedad polaca de post-guerra. Este es fundamentalmente el principal tema de la cinta, siendo la refinada subtrama de intriga (muy del estilo del maestro británico, en la cual aparece un falso culpable, una rubia de coraza gélida pero con fuego en su interior, y fundamentalmente la duda acerca de la personalidad que se esconde debajo de las gafas de sol del personaje principal) el famoso «MacGuffin» que el maestro insertaba en la vértebra de sus más aclamados films.
Para poner la guinda al pastel, la cinta hace gala de una espectacular y elegante fotografía en blanco y negro plena de melancolía que profundiza el carácter amargo del relato, gozando asimismo de una bella banda sonora de reminiscencias smoth jazz muy del estilo Nouvelle Vague. Kawalerowicz dota al film de un cosmos repleto de una asfixiante claustrofobia por el hecho de situar la espina dorsal que cimienta la epopeya en los estrechos pasillos y en los angustiosos habitáculos en los que se relacionan los personajes, lo cual otorga al film un marcado carácter simbólico al equiparar los funestos compartimentos del tren con una especie de cárcel que impide tanto la libertad individual como la irrupción de los más intensos deseos que tratan sin fortuna de desembarazarse de las ataduras que el ser humano se auto-infringe. Una agradable sorpresa que se disfruta con inmenso placer.
Todo modo de amor al cine.