Playland de Georden West podría considerarse una ‹rara avis›. Un ‹biopic› que no se centra en una persona sino en un lugar, el Playland Café (uno de los bares gays más famosos de Boston). Si esto ya de por sí ya resulta cuando menos curioso, su planteamiento formal también apuesta por el riesgo, jugando con diversos formatos, voz en off, instalación teatral, documental, etc. La idea es crear una obra caleidoscópica, que refleje no tanto la historia en forma de narrativa lineal sino tratando de captar las sensaciones, el ambiente, por así decirlo, y el significado del Playland.
No se puede decir que la intención teórica del director no quede perfectamente reflejada en el metraje. De hecho, es una traslación perfecta de la idea al fotograma. Lo que no queda del todo resuelto es el resultado final. Y es que si de lo que se trataba era de realizar un film de “sensaciones” la idea no acaba de cuajar. Por más que las detectemos es difícil de entrar en un artefacto que demasiadas veces pierde el foco entre sus diferentes propuestas que lo convierten en algo por momentos ininteligible, estéticamente precioso, pero incapaz de transmitir la supuesta magia tanto del local como de su significado histórico.
Por otro lado hay un desfile de personajes y referencias que, al apostar por lo conceptual, necesitan de un conocimiento previo para entender qué significan, cuál es su trascendencia o qué simbolizan. Sin esta información omitida aposta resulta muy difícil cualquier implicación emocional que no sea la de asistir, entre la impavidez curiosa y el bostezo “voyeurístico”, a cualquier acción que se desarrolle en pantalla.
Este es quizás el principal obstáculo de la película y, a la vez, el mayor desafío que nos ofrece West: conseguir homenajear algo cuyo significado es desconocido para muchos sin cimentar unas bases previas que permitan entrar en ese mundo. El poso que queda es que realmente es un volcado emocional del director que resulta sentido y cariñoso solo para él y para un pequeño reducto de personas que lo conozcan, dejando al lado al espectador neófito.
Playland podría considerarse pues como el intento de generar algo así como un producto inmersivo, que haga vibrar con el ritmo del tiempo y de los acontecimientos que sacudieron a dicho establecimiento. Y no se puede negar que hay una expresividad emocional poderosa (incluso por momentos bordeando en demasía lo teatral), sin embargo, y por los motivos expuestos anteriormente casi se puede considerar como una carga emotiva compensatoria ante el desconcierto de lo expuesto.
Puede que todo ello pudiera restar consideración al film, no obstante no solo hay que valorar el riesgo de la propuesta, de la apuesta por algo diferente, sino que el propio desarrollo (o casi diríamos ausencia de este), ese estado de suspensión de la narrativa consigue que, como mínimo, entendamos y sintamos esa congelación no como inmovilismo sino como captura del espíritu, de coger la esencia que hacía único al Playland y dejarla suspendida, atrapada para su estudio, contemplación y goce. Algo que no resulta nada sencillo y que West consigue de forma impecable.