Play, el falso documental realizado por Anthony Marciano, es uno de esos productos aparentemente bienintencionados (una ‹feel good› de manual) que tienen gato encerrado. Amparándose en un presunto hiperrealismo y un despliegue de nostalgia noventera de brocha gorda, se nos narra el trayecto vital de un grupo de adolescentes en forma de videodiario. El formato, pues, se antoja como corpus principal del film, tanto como sujeto narrativo como parte indispensable del relato.
Más allá de dotar de realismo a la historia, el dispositivo sirve como filtro. Al fin y al cabo las imágenes ofrecidas no son más que el resultado de una criba, de una idea tendenciosa con vistas a ofrecer una visión determinada sobre los acontecimientos. Es fácil, sobre todo en su primer tramo, empatizar con las graciosas aventuras de unos adolescentes prestos a descubrirlo todo. Y aun así, a pesar del esbozo de sonrisa que pueda producir, ya se adivinan las constantes manipuladoras del film: dejar lo dramático en fuera de campo sugerido y lanzarse sin frenos hacia lo lúdico, hacia aquello que permita una conexión nostálgica más agradable. Fiestas, gamberradas, banda sonora… todo dispuesto para un viaje placentero de ‹remember when› con el que la identificación y la empatía puedan surgir de forma falsamente natural.
No es desdeñable, sin embargo, el uso del dispositivo, consiguiendo una cotidianidad palpable y haciendo que la narración funcione en tanto que las piezas seleccionadas se ajustan perfectamente a la idea de lo casual, del pequeño momento momento captado sin razón y que será en el montaje posterior cuando cobrará sentido. O dicho de otro modo, no hay necesidad de encajar el dispositivo forzando el relato.
Si hasta aquí Play podría pasar por una manipulativa pero simpática desviación de Boyhood, es en su segundo tramo cuando entra en una dinámica mucho más peligrosa. Como si el salto a la vida adulta fuera metáfora de la pérdida de la inocencia, el formato hace lo propio lanzándose a una carrera en la que, curiosamente, donde la cotidianidad ya no es tal sino un ‹tour de force› de situaciones forzadas, donde la presencia de la cámara no se intuye casual sino como parte de un proyecto elaborado cuyo objetivo ya no es trazar un periplo vital sin más, sino llevarnos a un punto concreto que tiene que ver más con la ficción que con la vida y, ya de paso, lanzar toda una proclama ideológica al respecto.
Las situaciones dejan de ser divertimentos al azar para pasar a ser situaciones forzadamente lúdicas y por tanto de vergüenza ajena (el caso del gendarme y Slipknot es palmario), pero lo peor es ver como no son más que un preámbulo para llevarnos al objetivo final del film, que no es otro que decirnos que todo tiene que ver con el amor. Y no, no es que esto sea algo malo ‹per se›, se trata de la versión del sentimiento que se nos ofrece.
De repente Play hace una enmienda a la totalidad de vivencias de cierto valor convirtiéndolas en, literalmente, una pérdida de tiempo. Lo importante, hacia donde hay que dirigirse sí o sí, es la consecución del amor romántico acompañado, eso sí, de una serie de valores que le den auténtico sentido. En Play ya no hay espacio para personajes que hayan decidido tener un modo de vida diferente. O desaparecen de la trama o son directamente infelices en comparación de los que tienen una buena casa, un buen trabajo y una familia.
Ese es el objetivo final del film, lanzar un mensaje reaccionario de valores familiares rancios, de romantización obsoleta del amor, de dividir la vida en locuras juveniles y seriedad adulta mal entendida y adornarlo todo con una colonia barata de nostalgia del pasado. Un producto pues absolutamente nocivo y peligroso con el que tener el olfato bien afilado a riesgo de no confundir perfume con ambientador de pino. Un film que es al cine lo que el ‹click bait› a las redes sociales: un buscador de ‹likes› a base de engaños.