El plano fuera de foco con el que abre Chie Hayakawa su debut en el terreno de la ficción —cuya idea procede del cortometraje que la cineasta realizó para el film episódico Jû-nen: Ten Years Japan— bien se podría antojar un modo de encubrir el horror que se produce en tal estampa, pero más bien parece surgir como forma de modular el tono de un film cuyas respuestas no están ni mucho menos en el texto, y es que Hayakawa dibuja un lienzo donde lo observacional desde la exposición de situaciones y, en especial, gestos que colman su primer largometraje, constituyen un elemento capital desde el que reflejar la tesis central del film. En ese sentido, pues, Plan 75 parece huir de una discursiva que, dado el tema tratado, sería fácilmente aplicable, pero que al fin y al cabo sólo se reduce a ciertos apuntes socio-políticos como esa reflexión realizada por un personaje cuyo off se encarga de abrir el film, o a través de algunas locuciones televisivas que disertan sobre los efectos de ese Plan 75 que da título al film ahondando así sobre las consecuencias económicas que ello está teniendo para el gobierno del país, politizando así el proyecto.
Del mismo modo, el film traza un diálogo acerca de los pormenores de llegar a la tercera edad, así como los impedimentos y la falta de atención con que lidian a diario. No obstante, y lejos de trasladar esos apuntes al terreno de lo obvio, del mero subrayado, Hayakawa provee de una naturalidad muy particular al relato, tratando siempre con inteligencia al espectador y apelando a una sensibilidad desde la que confrontar temas que, a fin de cuentas, derivan de lo humano de la situación, hecho que Plan 75 condensa a la perfección trazando un arco luminoso donde todo fluye con cierta normalidad y el conflicto desaparece en pos de una condición afectiva que se persona casi sin buscarlo, huyendo de la afección e impostura.
Hayakawa logra desde una estructura coral aportar detalles muy pertinentes al contexto en el que se desarrolla el film —como esa pequeña secuencia de las uñas y las plantas, donde parece honrar soslayadamente la sabiduría de nuestros mayores—, proyectando un aura de normalidad aparente bajo la que, sin embargo, confluyen las líneas maestras del film, entablando un diálogo con el espectador donde la importancia no reside en los qués y los peros de la situación, sino más bien en dotar de la humanidad pertinente a una decisión, la emprendida por dos de sus personajes, que podrá comprenderse en menor o mayor grado, pero en todo caso surge de una faceta emocional y anímica tan personal ante la que se antoja superficial intentar encontrar razones.
Así, y aunque Plan 75 es capaz de impregnar de un halo distintivo a esa particular coyuntura que se deduce del programa implementado por las autoridades, su gran virtud reside en una dignificación en la que juzgar no tiene lugar: de ahí que su relato se aleje de la confrontación así como de las disyuntivas que bien podrían sostener sus personajes —como esa asistenta que, de repente, tendrá la oportunidad de trabajar en ese plan para mejorar sus prestaciones económicas tras dedicar años al cuidado de los mayores—, componiendo un mosaico que adquiere forma de drama sobrio y que, incluso tomando vías adyacentes —en la relación entre una solicitante y una de las trabajadoras que se encarga de atenderla telefónicamente—, lo hace con una mesura digna de elogio. Plan 75 se erige como una pieza que revela la construcción del drama con tacto y delicadeza sin necesidad de alzar la voz ni invocar de forma directa lo emocional, simplemente dejando que todo discurra como el propio paso de la vida, apelando a la sensibilidad propia, a buen seguro el mejor modo para dirimir hasta donde puede llegar (o no) ese periplo que recorremos.
Larga vida a la nueva carne.