Una de las mayores maldiciones en la vida es que todo el tiempo pasado es irrecuperable. Como individuos tenemos que ser capaces de vivir en el presente para poder soportar medianamente bien las tragedias e intentar disfrutar a la vez de cada instante de mínima felicidad. Todo ello sabiendo que la muerte nos espera al final del camino, para todos, en cualquier momento. Christophe Honoré hace con estas ideas asociadas al concepto de la fugacidad de la vida toda una declaración de intenciones en Plaire, aimer et courir vite. Principios de los años 90 en Francia. Un escritor parisino (Pierre Deladonchamps) al borde de la cuarentena y con pocas perspectivas de futuro conoce a un joven estudiante bretón (Vincent Lacoste) con muchos años por delante y hambre de emociones y experiencias nuevas. Una narración que alterna entre sus encuentros y el mundo aparte de ambos personajes sirve para descubrir —con los diálogos como pilar de las secuencias— sus anhelos y temores, así cómo explorar la relación amorosa que surge entre ellos y cómo les afecta en un breve pero intenso período de tiempo.
Todo con los estragos de la epidemia de SIDA en la época como trasfondo de unas vidas que se muestran frágiles y vulnerables a cualquier golpe fortuito del destino. Pero a diferencia de la reciente 120 battements par minute (Robin Campillo, 2017) —que se enfocaba mucho en la lucha activista y los efectos físicos, psicológicos y emocionales— la película de Honoré deja de lado completamente la enfermedad en si, aunque se encuentre presente durante todo su metraje, y se usa como mero contexto social. Un recurso narrativo que le permite elaborar un tierno y divertido estudio coral de personajes con la amenaza de la muerte como recordatorio espectral presente en todas sus secuencias, de manera más o menos explícita. Y a pesar de ello el tono se mantiene siempre entre una extraña ligereza y el optimismo sin caer en lo naíf, abandonando lo melodramático para abrazar la vida mientras se suceden las conversaciones. Porque la palabra, las reflexiones filosóficas y existenciales permiten descubrir su manera concreta de ver el amor y apreciar las pequeñas y grandes peripecias que les suceden o esperan y son el eje sobre el que se va construyendo el relato.
El resultado es el de una obra exageradamente literaria por su verbosidad y extenso tratamiento psicológico de sus personajes, pero que se expresa a través de inequívocos recursos cinematográficos, con una estructura a modo de una especie de gran novela río en la que aparecen y desaparecen personas y conflictos para reaparecer o tomar las riendas de la cinta después. De esa estructura emerge una observación de los efectos del tiempo en nuestras relaciones y en nosotros mismos. Para el director la mirada al pasado, sin embargo, es tan sólo una ilusión nostálgica y carente de sentido ahora vista a través de los ojos de Jacques. El desafío al presente y sobre todo al futuro es lo que encarna el veinteañero Arthur, siendo quien representa el discurso y las conclusiones de la película, como relevo de una generación que se extingue en muchos casos antes de lo que debiera. El tiempo parece dilatarse por momentos en este largometraje que no duda en acompañar a sus protagonistas minuciosamente por todos las facetas que les componen —o al menos las más importantes, las que les definen o por las que ellos mismos prefieren definirse—. El arte del cine se configura aquí para revelar tanto la belleza del instante que se ha escapado del alcance como la del que se consigue atrapar exitosamente, aunque únicamente sea por un breve lapso inolvidable.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.