La lluvia emerge como elemento predominante en Piove, desde su título hasta la extensión de una suerte de brote o la asimilación de una culpa en la que redimir los demonios internos y acompañar el duelo. Un fenómeno que se presenta en el debut en solitario tras las cámaras de Paolo Strippoli (co-autor junto a Roberto De Feo de la interesante La clásica historia de terror) en sus distintas fases, y que otorga forma a esa psicosis que se irá personando paulatinamente en cada individuo que frecuenta el relato.
En ese marco, resulta clarificador el protagonismo que adquiere una modesta familia de turbulento pasado tras la desaparición de la figura materna a causa de un fortuito accidente. La culpa, los reproches y la sensación de reclusión se adhieren así a un entorno donde los personajes se sienten presos de una situación cuyas consecuencias han sido incapaces de abordar ni afrontar con el suficiente tesón, dejando que anide una tirantez que, al fin y al cabo, habla sobre cómo el individuo superpone sus necesidades a las de los demás, aunque estas estén sujetas a un inevitable plano afectivo.
Piove enlaza así los orígenes de su horror, que se despliega desde el sobrenatural en forma de vapor, con una mirada que bien podría ejercer a modo de radiografía en tanto parece dirigir sus miras a una desafección social que en todo momento dibuja mediante pequeños detalles y situaciones con los que poder dotar de un cierto carácter fabulador al film. De hecho, que temas como los roles dentro de la sociedad o incluso la sexualidad —muy presente especialmente en las conversaciones entre personajes y el modo en cómo lo exponen— se perfilen como una manera de contraponer su vertiente genérica, resulta de lo más esclarecedor para con las intenciones de Strippoli.
Es, en realidad, esa óptica que vira hacia lo social —y hasta, en cierto modo, antropológico—, aquello que otorga un sentido específico a la obra, transmitiéndose tanto mediante elementos más comunes tales como el diálogo, o a través del empleo del sonido —por la forma en cómo este confina al individuo desde la omnipresencia de alarmas y relojes que no hacen sino coartar sus libertades y arrojar cierto hálito de desazón en torno a ese medido día a día donde cada pequeño patrón autoimpuesto limita nuestra capacidad de expresión— o de atmósferas que, si bien juegan en el ámbito de lo terrorífico, refuerzan esa sensación de opresión exteriorizada en alguna ocasión.
El cineasta italiano construye así un film que, lejos de esa pretensión de aprovechar el espacio para crear un discurso en referencia a nuestra esencia, avanza con claridad sobre los parámetros de un horror que se presenta a través de los espacios y se desliza desde una conseguida ambientación que resulta perturbadora e incide en esa paranoia latente, pero también en su personificación de un modo más abrupto, señalando ese odio y discordia presentes en cada uno de los personajes como la raíz de su plasmación.
Los engranajes sobre los que Strippoli construye Piove, logran de este modo un particular equilibrio donde no hay elementos relegados a un segundo plano, y es que en lo prístino (en muchas ocasiones) de su foco discursivo, el transalpino consigue hacer latir una convergencia para con ese terror forjado ya desde su primera secuencia, haciendo que su debut en solitario resulte una pieza, si bien imperfecta —quizá la consecución de un horror truculento que se puede antojar un tanto postizo a veces, o su predecible y un tanto vaga conclusión—, que refleja el carácter necesario para urdir un retrato sobre los males inherentes de una sociedad encerrada y hundida en sus propios problemas.
Larga vida a la nueva carne.