El primer largometraje de la actriz Natalya Kudryashova, Pionery-geroi (Héroes pioneros), reflexiona sobre la profunda transformación vivida por la sociedad rusa en su tránsito del siglo XX al XXI, al centrarse en la historia de tres amigos: Olga (interpretada por la propia realizadora), Katya (Darya Moroz) y Andrey (Aleksey Mitin).
Haciendo gala de tanta inteligencia como sensibilidad, Kudryashova opta por construir el relato en dos tiempos: uno diferido, que pertenece a los años de la infancia de los tres protagonistas en Novgorod, ambientada a finales de la década de los 80, cuando los tres niños estaban a las puertas de ingresar en la Organización de Pioneros Vladímir Lenin, y otro en el presente, adultos en la treintena que se han trasladado a Moscú y no solo han visto desaparecer el régimen comunista en el que nacieron, sino también esa organización extraescolar en la que se ponían efectivamente en práctica los valores soviéticos.
Semejante recurso de guion, obra de la propia directora —lo que ya es indicativo de los ecos autobiográficos de la cinta—, logra reproducir el contraste entre ambas realidades sin elementos moralistas ni panfletarios; así, vemos a través de los ojos infantiles la supuesta “heroicidad” que hay en delatar, espiar o morir por tu país a expensas de tu derecho a jugar y a seguir siendo niño, incluso a expensas del amor a tu familia, en un ambiente enrarecido de conspiración perpetua, mientras que los ojos de los adultos nos muestran el vacío espiritual que rodea al materialismo capitalista de la Rusia de nuestros días. No en vano, y cada uno a su manera, los tres personajes principales en apariencia son triunfadores según los estándares occidentales: Olga es una actriz de televisión bastante reputada, que sin embargo padece constantes ataques de ansiedad y agorofobia; Katya es una relaciones públicas que se codea con la alta sociedad moscovita, pero que bebe en exceso y mantiene una relación sin futuro con un hombre casado, y Alexey es un periodista sumido en una profunda depresión, lo que le hace maltratar —verbalmente— a su novia y no disfrutar de un trabajo, el de escribir, que antes le apasionaba.
La narración se alterna entre el presente y el pasado, prácticamente sin mayores marcas discursivas que algún esporádico sobretítulo. Ello sirve tanto para exponer los valores y los defectos de ambos sistemas sociales como, sobre todo, para definir psicológicamente a Olga, Katya y Alexey e incidir en el porqué de su spleen existencial. Pese a la escasez de comida, ropa y lujos en general de su niñez, en la que los adultos con los que interactúan tiene un deje paródico de la Rusia decante de los años 70 (son gordos, gritones y feos, cuando no represores y peligrosos, siempre de estética carpetovetónica y desaliñada), aun así Olga, Katya y Alexey tienen inocencia y entusiasmo, atesoran sus esperanzas en pequeños sueños o actos que les hacen creer que, al crecer, podrán cambiar el mundo como lo hicieron los denominados “héroes pioneros” (niños de la juventudes comunistas que murieron como mártires). De adultos, en cambio, solamente el dinero, la fama, el alcohol, las drogas o el sexo suplen deficientemente esas visiones de gloria, de forma que son encarnaciones, elevadas a la enésima potencia, de esa proverbial nostalgia de la infancia, no importa cuán sórdida, gris y represiva hubiera sido la misma.
Todo esto nos es mostrado mediante una realización sobria y realista en ambas líneas temporales, si bien en la de la infancia la fotografía sea más cálida, y los encuadres amplios y estáticos estén más acorde con la tendencia habitual de los filmes de la década reflejada, mientras que, siguiendo esta misma línea, en el presente se tienda más a la luz natural, la cámara al hombro y los primeros planos. Pero la diferencia no es lo suficientemente brusca para producir estridencias, formalmente hablando, entre un mundo y otro. Esta unicidad viene reforzada mediante una serie de elementos simbólicos que se repiten tanto en el pasado como en la actualidad. Ahí está, por ejemplo, el sueño de Katya, que sobrevive en su psique de mujer, y cuyo aire entre aséptico y pesadillesco recuerda a las estéticas distópicas de obras como THX 1138 (1971) de George Lucas, La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick o 1984 (1984) de Michael Radford; o las imágenes recurrentes de la podredumbre de las sustancias vivas —metáfora de la descomposición del sueño soviético—, bien sea en actos vistos durante el metraje (léase la destilación casera del tío de Katya o el cultivo de Alexey en un tarro bajo la cama), bien expuestos en off (la asistencia de Katya a una operación o la inmolación de una joven chechena), que recuerdan el aire enfermizo y opresivo del Sokúrov más realista.
A la postre, por tanto, con Pionery-geroi (Héroes pioneros), Kudryashova logra perfectamente lo que pretendía: mostrar a los de su generación como víctimas de un naufragio ideológico y moral, condenados por ello a una taciturna apatía que solo pueden suplir a fuerza de voluntad y de búsqueda interior. De ahí que, a su manera, logren sus sueños tanto Katya —al convertirse, irónicamente, en la heroína pionera con que soñaba ser de niña— como Alexey —obsesionado con crear una máquina que eliminara la muerte, lo que casa muy bien con su elección final de profesión—. Y que Olga, en cambio, siga sin saber quién es, tiñe el desenlace de melancolía en una película ya de por sí triste, con notas de amargo humor, que no obstante ello no resulta desesperanzada o nihilista, al recordarnos que, si tal vez la URSS fracasó en su proyecto imposible de salvar el mundo, todos nosotros podemos salvar una vida, incluso la nuestra propia. Y eso siempre será un acto de heroicidad.