En la última película (hasta el momento) de Pietro Marcello, Martin Eden, los trenes aparecían retratados como elementos anacrónicos que quebraban el idealismo decimonónico en el que vivía su protagonista. Siempre contemplados desde fuera, su zumbido modernizador suponía una suerte de ruptura contemporánea, de contraposición al parnaso idealizado que era el mundo de las ideas para el proletario protagonista de la cinta. En este sentido, es tentador tratar de analizar Crossing the Line (Pietro Marcello, 2007) como el exacto contraplano de la adaptación cinematográfica de la obra de Jack London, mutar el punto de vista e introducirnos, más allá del metal y del vidrio que forman su exoesqueleto, en las entrañas de lo que parecía una extraña bestia, una deshumanizada construcción industrial, en el aplaudido film del director transalpino.
Este contraplano no viene determinado únicamente por la posición de la cámara de Marcello, por ese fuera-dentro que podría ser tan sólo algo situacional. También, y sobre todo, se fundamenta en el intento del autor de dotar de humanidad a esa yuxtaposición de engranajes y soldaduras. El método para conseguirlo será conocer a los habitantes de esa serpiente de metal, a los que se alojan, como Jonás en el vientre de la ballena, en las entrañas del leviatán. Al hacerlo así, al realizar esta aproximación humana, se nos revela la importancia decisiva del punto de vista. Si en Martin Eden era el propio tren el elemento futurista del relato, aquí, en cambio, es la ciudad contemplada desde la ventana, las estaciones desiertas y las titilantes luces de las factorías, la que se nos antoja como un tapiz casi de ciencia ficción. «La vida está donde está la vida y donde la cámara puede retratarla», ésta podría parecer una afirmación obvia, pero es de una importancia decisiva para entender las intenciones de Pietro Marcello y la relación entre ambos trabajos.
Dentro de esta descripción humanista, hay otro punto de aparente contradicción pero que, en el fondo, también lo es de contacto, entre Martin Eden y Crossing the Line. Nos referimos a la percepción del viaje como aventura. La paradoja a la que hacemos referencia vendría dada por la contrapuesta naturaleza de los medios de transporte que protagonizan ambas, barco y tren. En efecto, si existe un vehículo no sometido a la dictadura determinista de las vías y las traviesas, ése es el barco, el medio anárquico por naturaleza, sin carriles o caminos que marquen su destino, juguete del capricho del viento y de las olas. Pero, de nuevo, es el factor humano el que nos sirve de enlace: la percepción individual de la posibilidad de descubrir nuevos puertos o estaciones, el misterio de la niebla cubriendo los campos o de la bruma matutina emergiendo del mar pero, sobre todo, la propia vida de los hombres y mujeres que deciden embarcarse o subirse a un expreso. Anarquistas de Bolzano, buenos samaritanos de Scampia, africanos de voz musical, soldados de retorno a su hogar, esquivas siluetas de amantes o sonrientes sikhs son los protagonistas colectivos de Crossing the Line como lo eran los maravillados y expectantes rostros de América, América (Elia Kazan, 1963) en aquel ‹travelling› sobre la cubierta del barco a su llegada al puerto de Nueva York. Al igual que los glóbulos rojos transportan oxígeno de nuestro corazón a todo el organismo a través de venas y arterias, son estos viajeros anónimos los que permiten que el sistema siga vivo, los que oxigenan la estructura estatal yendo y viniendo de la capital que los recibe y los vuelve a lanzar en una mímesis de los movimientos de sístole y diástole. Tal parece ser la tesis de Marcello y no podríamos estar más de acuerdo con ella.
No quisiera terminar este texto sin dejar de hacer notar un último elemento común entre todas aquellas obras que retratan el viaje como aventura, un elemento absolutamente necesario para comprender su magia: la pausa. Frente a esa concepción contemporánea de que lo azaroso se define tan solo por el vértigo, que “cuanto más rápido, mejor», Marcello entiende (y nosotros con él) que el caldo de cultivo necesario para que surja lo inesperado es la posibilidad de entablar contacto con todo aquello que nos rodea en nuestro viaje: las personas, los objetos, los paisajes. Es en ese recodo nostálgico, en ese espacio de transición mantenido en el tiempo, donde puede nacer la auténtica magia.