El dilatado plano del exterior de una estación de metro que sirve como apertura de esta Photophobia otorga un contexto al film al mismo tiempo que nos muestra por última vez la luz del día. A partir de ese instante, y ya relegando a un segundo plano cualquier duda acerca de la naturaleza de sus imágenes, que encuentra en fotogramas fijos el armazón de una docuficción que se oculta entre las paredes de una línea de metro, Ivan Ostrochovský y Pavol Pekarcik —que se reúnen para la ocasión tras Velvet Terrorists, y un periodo donde el primero se ha pasado a la ficción con éxito a través de títulos como Koza o la estrenada en nuestro país Siervos— realizan su acercamiento a un conflicto, el establecido entre Rusia y Ucraina, que encuentra en esos espacios subterráneos una seguridad desde la que la que poder sobrevivir a una contienda donde, como es habitual, el pueblo es el más perjudicado. Así lo reflejan ambos cineastas en una obra donde se da, a través de esa visita al subsuelo, transitando los pasadizos y distintas vías que lo pueblan, voz a todos aquellos atrapados en una situación que bien podría formar parte de una distopía, pero que obtiene bajo la mirada de Ostrochovský y Pekarcik otros visos: y es que si bien no esquivan en ningún momento la realidad, moviéndose entre una galería de personajes que van de la excentricidad más pura al reflejo fehaciente de la situación vivida, así como captando anécdotas o rutinas que desmigan poco a poco esa coyuntura, hay en Photophobia un componente melancólico, de mirada al pasado que se aposenta en esos mini-proyectores de diapositivas donde los realizadores reconstruyen secuencias a modo de ‹tableau vivants› en movimiento que certifican un vistazo desde el que olvidar las penurias presentes.
Photophobia no capta ni mucho menos ese tono en la experiencia vital de Niki y Vika, dos niños a los que sigue durante el metraje, y es capaz de reflejar con tenacidad un prisma que, siendo fidedigno para con lo acontecido a raíz de ese particular “encierro”, no olvida los pequeños instantes de debilidad donde atisbar otros tiempos puede llegar a destensar una dura cotidianeidad. Es así como Ostrochovský y Pekarcik despliegan un dispositivo que se filtra con facilidad en esos espacios, sin irrumpir, sin concretar ni enjuiciar, haciendo del ejercicio que tienen entre manos un vehículo transparente donde se pueden exteriorizar tanto los reproches, como la prudencia o un sentido del humor que surge convenientemente desde la visión de personajes que parecen inmunes al clima que en ocasiones se respira en el lugar. De hecho, y ahí encontramos uno de los principales ‹handicaps› del film, pues a ratos uno parece estar asistiendo más bien a un anecdotario constituido por pequeñas cápsulas que a un artefacto cohesionado, donde cada pieza otorgue encaje al proyecto y desvele matices desde los cuales armar un lienzo poliédrico donde todos los fragmentos formen parte de algo más que un retrato deslavazado. Puesto que sí, en Photophobia persiste una perspectiva concreta, que arma retazos de ficción —algo que persiste en especial en el relato alrededor de los dos infantes— en torno a una realidad que no amplifica, que no manipula, pero tampoco es capaz de conjuntar más allá de ese prisma ilusorio, casi alentador, que también permite percibir una materialidad donde no todo queda supeditado a una desdicha ya demasiado vigente en otros medios que presentan dicho conflicto sin buscar ahondar en una vertiente más humana o, al menos, cercana.
Larga vida a la nueva carne.