Philippe Van Leeuw volvía a ponerse tras las cámaras de nuevo casi una década después de su debut con una Alma Mater —cuyo título original, Insyriated, es más definitorio aún— que no únicamente participó en la sección Panorama de la Berlinale, recogió además dos galardones —entre ellos, el del público— en una nueva mirada humana al conflicto. Una mirada que en esta ocasión nos trasladaba al enfrentamiento Sirio, pero guarda no obstante un reflejo anterior a través de la ópera prima del belga, El día en el que Dios se fue de viaje, donde se nos transporta a los primeros días del genocidio acontecido a mediados de los 90 en Ruanda, cuando la población hutu llevó a cabo uno de los mayores exterminios de los últimos tiempos contra la etnia tutsi. Un hecho, el de la matanza, que desde un buen principio el cineasta establece mediante un rótulo, dejando claro que las imágenes de su obra no se centrarán ni mucho menos en un retrato suficientemente crudo por lo acontecido a partir de abril de 1994 en el país africano.
Es la forma de observar un conflicto como ese, la distancia (en cierto modo) tomada por Van Leeuw, uno de los pilares de El día que Dios se fue de viaje. Y es que sin huir de la realidad, de lo acontecido en aquellos fatídicos meses, el belga manifiesta en todos los espacios habitados por la protagonista —desde esa buhardilla en la que se verá obligada a refugiarse cuando la familia que la tiene empleada, deba huir, hasta los salvajes parajes que recorrerá en busca de una huida sin fin— una extensión del genocidio que se reproduce mediante el sonido. Así, y si en Alma mater aquello que, ante el encierro de sus personajes, plasmaba un estado convulso se hallaba en los silbidos de balas y continuos bombardeos, en la cinta que nos ocupa es la voz del horror la que nos sitúa en un marco del que se antoja imposible huir: desde llantos ahogados, hasta comentarios jocosos de los asesinos, componen un marco desgarrador que nos devuelve constantemente a la situación acontecida durante aquel periplo.
La transición entre esa bucólica secuencia inicial de una madre (la protagonista) con sus hijos, que nos lleva desde un arroyo, contraponiendo las alteradas voces de las víctimas, al mismísimo rostro de Jacqueline, esa sirvienta que contempla (sin necesidad de mirar) un escenario inexorable, describe las intenciones de un cineasta que, a partir de ese momento, dejará que su obra se mueva a través de un tono en todo momento respetuoso. Hecho este que se constata en la separación fijada entre sus personajes y la cámara cuando el drama bien podría atravesar de forma abrupta la pantalla, e incluso en algunos momentos como esa conversación inicial entre Jacqueline y su empleadora, que intenta aconsejar y calmar a una persona resignada, prácticamente a las puertas de la aceptación de una muerte segura.
El día que Dios se fue de viaje no busca, de este modo, establecer uno de esos viajes asfixiantes para el espectador, alejándose de una tensión sólo compuesta por gemidos y gritos, e incluso en alguna ocasión por la mirada perdida de un personaje que se encontrará alienado pese al contacto humano, desposeído de su cualidad humana y tratando de lidiar con una nueva concepción que desplaza su ser —y que parece querer dejar atrás ante esa observación distraída, fuera de sí, de un poblado repleto de hutus—. Van Leeuw instaura (dentro de lo que, claro está, es el genocidio) cierta normalidad encontrada mediante un extraño naturalismo que se refuerza a cada paso y encuentra en lo simbólico —el rechazo de Jacqueline a la violencia, esa cruz bocabajo en su rostro, su respuesta ante la posible salvación de una muerte segura…— un camino de lo más estimulante cuya conclusión lógica no podría ser otra que la que nos ofrece El día que Dios se fue de viaje, por más que los tintes desesperanzadores con que dibuja el belga en su final desaten el peor de los presagios: la imposibilidad por huir de un conflicto cuya víctima también fue la razón.
Larga vida a la nueva carne.