La llegada de Hierve (o Boiling Point, para quien prefiera el original), segundo largometraje del británico Philip Barantini, aleja el universo culinario de esa romantización en clave cinematográfica tan común, y lo hace abriendo en canal las entrañas de un restaurante a través de un plano secuencia desde el que abordar materias cuya densidad y complejidad se antoja inaccesible incluso ante un dispositivo que, a priori, bien podría parecer el adecuado; una cualidad, la de saber recoger en esa vorágine de 90 minutos propuesta por Barantini, que en su formato corto es capaz de subsanar ciertos (y, hasta cierto punto, naturales) errores de su traslado al terreno del largometraje. Y es que Boiling Point (2019), su homólogo realizado dos años antes, posee una efervescencia y energía que van más allá de la mera interpretación de un mundo como el culinario: aquello que impele la cámara contra sus personajes —en este caso, reunidos en torno a la figura de un Stephen Graham más enardecido, si cabe, que en Hierve— no parece guardar una relación equivalente al hecho de intentar dosificar esfuerzos y mesurar el tempo en un formato donde podrían haber resultado mucho más extenuantes las consignas ejecutadas en el cortometraje.
Así, las decisiones tomadas —que atañen al ímpetu captado por la filmación de Barantini— se podrían atribuir en mayor grado al hecho de interpelar ese universo con mayor desnudez, desde una espontaneidad recogida gracias al fervor que puede llegar a trasladar un contexto como al que se apela. De este modo, y aunque en el film que compitiera en Karlovy Vary repita ciertos esquemas y conflictos amplificados en su metraje, al final es esa pulsión tan común de un lugar de trabajo como una cocina la que consigue sobresalir en el cortometraje, comprendiendo en cierto modo esa vehemencia como una extensión cuasi natural del campo en que se maneja. Es así como la idea de centralizar los 20 minutos de duración de Boiling Point en un único personaje —que en el largo se expandirá a diversos de ellos buscando, como comentaba, además de ampliar el espectro dramático y trasladar ese estrés, medir el ‹timing› intentando no caer en una sobreexposición— otorga al segundo corto de Barantini tras las cámaras una tensión casi inherente al mundo que retrata: sin paños calientes ni medias tintas —algo en lo que el largometraje sí cae en alguna ocasión—, sin complejos y con una actitud tan directa que se antoja casi elemento indispensable entre las cuatro paredes que dispensan una cocina, y que encuentran en el trabajo de Barantini un reflejo tan cortante y áspero que por momentos parece casi un milagro que haya una lente entre espectador e intérpretes.
Larga vida a la nueva carne.