En principio, las primeras escenas del segundo largometraje de Alena Lodkina resultan tan familiares como intrascendentes, con un aparente típico retrato de una joven desorientada en búsqueda de sí misma. El relato de Petrol (2022) parece encerrarse sobre su protagonista, la veinteañera Eva (Nathalie Morris) —estudiante de una escuela de cine en Melbourne— y en la escena inicial la descubrimos observando furtivamente un rodaje en la distancia. Al poco aparece Mia (Hannah Lynch), una artista de ‹performance› que la atrae por su enigmática y fascinante presencia. Ella la arrastra a su mundo en una relación que se construye con unas obvias connotaciones vampíricas y sus conflictos, que evocan la complicada relación de las protagonistas de Fourteen (Dan Sallitt, 2019). Sobre este vínculo se muestra una deconstrucción y fragmentación de la identidad de Eva, un juego de espejos y proyecciones y sus consecuencias psicológicas, mientras se alterna entre el retrato de la relación con sus padres y la anciana de la que cuida, la barrera generacional y cultural ante su ascendencia rusa o sus evoluciones en el desarrollo de sus ideas como cineasta desde una aproximación naturalista y distanciada, fría en el tratamiento de sus personajes, que se traslada tanto a su aspecto formal como al narrativo, discursivo y estético.
Este distanciamiento hacia sus personajes, la inextricable interrelación con el cine como un elemento presente en la vida de Eva en el que se muestra su forma de ver el mundo y la tóxica relación con Mia conectan Petrol con The Souvenir (Joanna Hogg, 2019). Además de su dispositivo formal basado en planos estáticos y lentos ‹zoom›, que cargan cada composición en la que está presente su protagonista de una tensión subyacente —de una autorreflexión inmanente de gran complejidad—, que se expresa rompiendo la continuidad realista de su narrativa, con la inclusión de elementos típicos de realismo mágico, de los que los personajes no sólo son conscientes sino que además parecen controlar en algunos instantes. Esto revela parte del misterio que encierra la naturaleza elíptica de su narración: nos encontramos ante el punto de vista de su protagonista Eva en todo momento, y en él se incluyen su percepción, sus recuerdos, sus sentimientos y también quizá la propia forma fílmica a través de la que los plasma, a partir de la escritura de un guion. Estas ideas son las que llevan la película de Alena Lodkina más allá de un relato de madurez y de la representación tan manida de los ambientes del arte y sus contradicciones, con sus individuos burgueses, alienados o paródicamente izquierdistas.
Esta panorámica del vacío emocional a través de diálogos que subrayan los comentarios sobre literatura o el arte —dejando en el subtexto un déficit emocional— podrían poner en contacto su universo con el de Classical Period (Ted Fendt, 2018). El silencio, sin embargo, en combinación con una perspectiva observacional, dejan que las imágenes produzcan una atmósfera inquietante según avanza su metraje, cada vez más mediatizado por el peso de la ausencia de Mia y la desesperación de Eva por estar con ella. Casi como de un psicodrama “bergmaniano” se tratara, en un desdoblamiento figurativo a lo Persona (1966), los encuadres más cerrados desvelan un terror al otro basado en el desconocimiento de uno mismo y en la dolorosa e ineludible dependencia que desarrollamos hacia los demás. Un otro que sólo es un reflejo de los deseos, una expresión de los anhelos, las frustraciones, los arrepentimientos que van dejando el rastro del camino en el que uno se encuentra, construye su vida y su sensibilidad ante el mundo sin darse cuenta. Estos son finalmente los materiales sobre los que una artista puede crear, saliendo de uno mismo para poder profundizar hasta los lugares más oscuros y terribles de su propio alma. Los mismos lugares que, irónicamente, hacen que los aspectos luminosos de nuestra existencia alcancen su verdadera dimensión y sentido.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.