Con Petra, película que remite ya a la tragedia griega desde la solemnidad del nombre propio que da lugar al título, Jaime Rosales vuelve a hacer gala de una inteligencia y de una sensibilidad que están a la altura de pocos. Así, y mediante una serie de capítulos —en cuyos títulos ya se nos indica lo que va a ocurrir, la imagen solo se ocupará de describir la acción— que alteran la cronología de los hechos para dar lugar a una narrativa fragmentada, el director de Barcelona nos presenta a una pintora joven, Petra, que se acomoda en la casa de un pintor viejo, cabrón y de éxito. ¿El motivo de todo esto? La artista cree que se trata de su padre. Partiendo de esta premisa, típica como ninguna otra, por supuesto, Jaime Rosales se adentra en la vida de una familia fracturada y de todo lo que se encuentra alrededor de ella. La cámara del autor de Hermosa juventud (2014), que estará sometida a un perpetuo movimiento que recorre los exteriores e interiores desde el encuadre sin personajes hasta el encuentro de la figura humana, para después dejarla de lado de nuevo, entrará en contraste, desde la suavidad y parsimonia de su pasear, con la intensidad de las acciones que registra. Una intensidad esta, que recrea Jaime Rosales, que va de la humillación y el sadismo en el sexo que se deriva de las relaciones de poder y de las jerarquías que pare el dinero —es muy interesante la explicación que de esta secuencia hace el cineasta en su libro genial El lápiz y la cámara (La Huerta Grande, 2018), que precisamente fue redactado, a modo de notas de rodaje, de manera paralela a la creación de Petra—, al misterio que suponen el perdón y la culpa, pasando, claro, por la sangre que causan las pasiones humanas.
Y es que, si hubiera que señalar uno de tantos talentos que posee Jaime Rosales, bien podría ser aquel que consiste en guiar a sus personajes para llevarlos por un camino que va de la libertad de movimiento a una tensión progresiva y su consecuente resolución, pero desde la calma, la distancia y cierta apariencia de frescura, sin alterar el ritmo de la narración o el movimiento de la cámara en la salida trágica, dando a todo esto un aspecto de normalidad, al asumir Rosales el papel de simple descriptor, que pone los pelos de punta. Es en la suma de estos elementos, así como en los contrastes que se dan entre ellos, donde residen la particularidad y la esencia de la manera de hacer de este autor, esencia o punto común, por cierto, a partir de la cual Rosales es capaz de tomar diferentes soluciones formales en cada película, sin llegar nunca a apartarse de ella por completo. Esa es la magia de este director, comparable quizá a Albert Serra en esa necesidad de aunar vida intelectual en bruto con el gusto exquisito y la creatividad desmedida, características dejadas de lado por aquel superhábit de artesanos que, desde su carencia de motivación hacia la lectura y los temas serios, no terminan por aceptar —la prensa les sirve de apoyo en su manía, aunque quizá el término más apropiado sea obsesión patológica, de atender siempre a estos últimos que hacen por hacer— unas élites y unas jerarquías dentro del cine que, por mucho que se empeñen en negar desde la soberbia que caracteriza al tonto de la clase, están ahí, lo sepan todavía o no. Digan lo que digan estos modernos con pinta de gente corriente, yo nunca me fiaré de un director que no haya estudiado primero una carrera universitaria que no tenga que ver con el cine. Seguiré mientras tanto yendo a ver los grandes de nuestro tiempo, entre los que se encuentra un Jaime Rosales que siempre nos regalará un Rosales, aunque sin necesidad de copiarse y repetirse. Un genio que explicarán en los colegios a las próximas generaciones con la misma solemnidad que enseñaron a la mía a Galdós y a Baroja.