La cámara sigue con un desplazamiento lateral a Petitet y su hija por el cementerio. Ella le ayuda a subir los peldaños de la escalera, para dejar un ramo de flores en el nicho de su abuela. El músico, ahora retirado, llora cuando recuerda que sus padres ya no viven. Sin ellos se acabó todo, como dice el protagonista. Bueno, todo menos las promesas y los milagros.
Carles Bosch regresa al largometraje documental, ocho años después de la premiada Bicicleta, cuchara y manzana, cinta que trataba la enfermedad de Alzheimer, un padecimiento cada vez más común, desde la perspectiva de un político tan famoso como Pasqual Maragall. Tanto en aquella, como en sus obras anteriores, el cineasta cuenta una historia mediante un relato documental sostenido por un armazón de ficción, fundamentado en presentación, varios actos, sus giros y un desenlace. Como autor afianza su afinidad por las historias humanas de superación, ante la mayor adversidad, provengan los esfuerzos de un grupo de inmigrantes que viven desubicados en su nuevo destino, como en Balseros. Reclusos superados por su vida cotidiana entre rejas, empeñados en sacar lo mejor de sí mismos sobre un escenario, para su Septiembres. O la nueva vida del ex-alcalde barcelonés, tras perder su identidad y memoria.
En Petitet el héroe lo encarna el propio protagonista, de nombre real Joan Ximénez Valentí. Un músico percusionista que trabajó en los grupos que acompañaban a los legendarios Gato Pérez y Peret. ¿Quién es Petitet, más allá de su mote, «pequeñito»? Él es un chatarrero, oficio legal con el que vive y aporta dinero a la familia. Es un filósofo gitano, padre y abuelo entregado. Es un afectado por una miastenia gravis, la debilidad muscular que le impide esfuerzos prolongados, una correcta expresión vocal y la necesidad de continuas visitas al hospital o tratamientos de asistencia con oxígeno. Es un bongosero que ya no toca los bongos. Pero sobre todo, él mismo se define como un «rockero de la rumba». Y defiende su palabra de gitano, porque tiene una promesa en marcha que debe cumplir.
Es injusto contar algo más que desvele el argumento del documental, aunque se pueda decir que la promesa da paso a lo más parecido a un milagro. Para contarlo, Carles Bosch se implicó en persona y emocionalmente, como una sombra, siguiendo durante varios años al protagonista, familia y el grupo de músicos que lo acompañan en la búsqueda del sueño. Todos los implicados aparecen en imágenes grabadas en blanco y negro, aportando sus testimonios a cámara. La selección de monólogos resulta dinámica, sincera, fresca y amena en sus intervenciones. Porque los interlocutores no cuentan su propia vida, salvo por algunos datos circunstanciales. Tampoco glorifican a Petitet como si fuera un santo o el sabio del lugar. Cada uno de ellos narra su experiencia en la evolución de los ensayos, criticando la falta de formación musical en algunos casos. O, por oposición, echando en falta el instinto callejero que no tienen los instrumentistas más profesionales. El film avanza por el camino gracias al contraste de pareceres. A la progresión del grupo, ecléctico, tan formal como improvisado, para dar paso a una orquesta con base sinfónica. Por supuesto destacan las escenas veraces que suceden en el hospital, en las divertidas reuniones de los músicos o esas charlas con descansos del gitano en la farmacia. Sin embargo destaca una secuencia breve de Petitet, tras ser ingresado en la habitación de la clínica, acompañado por su nieto mayor, que le cuenta, afectado, su opinión sobre lo difícil que es la vida. Un momento realmente milagroso en el que su abuelo le rebate que, con dieciséis años, aún está despertando. Que lo que debe hacer es levantarse como él, sonriendo cada mañana.
Petitet cumple sus objetivos documentales, con más fortuna en el retrato social de grupos étnicos diferentes, que conviven desde hace décadas en el barrio del Raval. Asimismo explica la capacidad de la rumba como género musical originado en África. Quizás desvirtúa la espontaneidad que necesita su ejecución y cante, por el empeño de otorgarle un prestigio musical que traiciona sus raíces populares. Y también la capacidad de integrar distintas comunidades por el baile o el efecto contagioso de las palmas y alegría de las letras. Tal vez el milagro esté en estos detalles divulgativos, sin necesidad de hacer tesis o recurrir a teorías enrevesadas. Sin duda, una proeza cimentada en la voluntad del equipo técnico, artístico y los centenares de mecenas que —con sus aportaciones— empujaron esta producción. Un film que funciona, sin necesidad de saber su secreto. Y que acaba de la misma forma que comienza, entre nichos y promesas.