Petite maman es un film engañoso. Todo en él tiene una apariencia de modestia, de sencillez, de cuento incluso infantil sin mayores pretensiones. Pero, aunque un poco de todo esto hay en la película de Céline Sciamma, no es menos cierto que detrás de este minúsculo aparato se esconde algo mucho más complejo. Tanto es así que resulta incluso difícil descifrar las claves de dicha confrontación entre fondo y forma.
Quizás la clave radique en que Sciamma rescata de alguna manera el espíritu de la fábula, de la pequeña historia que escondía siempre un subtexto bajo la apariencia de narración infantil. En el caso que nos ocupa estamos lejos, sin embargo, de las enseñanzas moralistas de un La Fontaine y entramos más en lo que sería una historia de fantasmas que nos habla de la pérdida, de la amistad y de recuerdos recuperados de forma física.
La didáctica de Sciamma funciona porque la narración fluye a través de la extrañeza y la pureza de la visión infantil del asunto. Es por eso mismo que Petite maman puede producir un efecto de ensoñación o de desubicación espaciotemporal. Y justamente por ello, al igual que cuando un niño descubre algo o entiende un hecho por primera vez, de repente todo se vuelve luminoso y explosivo. Como pequeñas celebraciones en forma de fuegos artificiales: breves y, a la vez, cálidos y bellos.
De esta manera estamos ante una obra que puede ser percibida a diversos niveles y que funciona más a un nivel intuitivo que racional. De alguna manera nos invita a la percepción de la historia desde una visión infantil pero tan repleta de pequeños matices que permite una comprensión adulta, al mismo tiempo que podría ser captada igualmente por un público más joven.
Ese es uno de los encantos de la obra, que tanto puede ser intelectualizada a posteriori como vívida en el durante. Así pues, al igual que la propia historia, se produce una disociación entre los tiempos generando una extrañeza de emociones que no resulta, eso sí, en ningún momento incómoda sino más bien tiene que ver con un ansia, prácticamente soterrada de unos descubrimientos que, hay que dejarlo claro, funcionan paso a paso, como un juego de pistas hasta su resolución final.
Se podría decir que nos enfrentamos a una película inteligente en cuanto a planteamientos e intenciones, pero aquí hay algo más. Algo que se escapa del análisis puramente cinematográfico y que tiene más que ver con la capacidad de sumergirse sin tapujos en el terreno de la fantasía plasmada como un trozo de realidad. En Petite maman no hay espacio para la crítica o para la duda al respecto de lo acaecido. Todo es tan natural, tan juguetonamente cotidiano que un viaje en el tiempo puede resultar tan comprensible como el acto de jugar en un bosque, de servir un cazo de leche a una amiga. Por todo ello vivimos una película que puede ser calificada como emotiva, bella o delicada pero cuyo adjetivo más adecuado, quizás, sea el de sabia.