La fachada de un edificio en Múnich, con amplios ventanales en sus plantas, es el lugar donde vive el director de cine Peter von Kant junto a su criado, Karl. Quizás «un admirador, un esclavo, un amigo, un siervo», como diría José Luis López Vázquez en Atraco a las 3. Pero Karl no abre la boca, solo cumple órdenes: trabaja, mecanografía, plancha la ropa, limpia y observa todo lo que sucede allí. Fascinado por la gran estrella Sidonie, amiga de Peter. Envidioso de Amir, el joven amante de su amo. Testigo de romances, discusiones o despedidas. Consciente de toda la situación, menos de unas lágrimas amargas de cocodrilo que no afloran en la pueril furia de Peter.
El rótulo inicial amarillo escrito con una tipografía estilo años setenta sobreimpresionado tras el título advierte sobre la inspiración libre del film en la obra de teatro Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Ya deja patente que Peter von Kant no es solo un drama, tampoco una versión nueva de la cinta rodada el mismo año en la cual se desarrolla la acción de la más reciente. Este 1972 está habitado por fumadores empedernidos, alcohólicos reconocidos y amantes viajeros. La unidad de amplios espacios interiores en la casa de Peter. Se suceden ahí las acciones, entradas, salidas de escena, junto a un par de escasas apariciones del exterior, casi siempre con algún personaje que llama desde cabinas telefónicas, más alguna conversación en automóvil. François Ozon no traiciona el texto ni el modelo. Tampoco lo deja intacto. Desde un inicio fulgurante para mostrar la dependencia de Karl y Peter, cuando el primero le sube las persianas y acerca al protagonista el teléfono que suena. Peter, caprichoso, vicioso sin titubeos, apabullante podría llamarse Rainer Werner Fassbinder también, porque de algún modo el físico del actor Denis Menochet, su pelo, vestuario, los rasgos y costumbres delatan al sujeto que inspira su personaje. Aunque cinco décadas no pasan en balde para el amor, el deseo, los delirios ni la furia en este siglo veintiuno, marcado por el escepticismo romántico.
Fassbinder lo rodó como un melodrama de sus venerados referentes o influencias del cine mudo, estudios de Hollywood y maestros europeos. Pero siempre con Douglas Sirk, Frank Borzage, George Cukor, William Wyler y Roberto Rosellini en su equipaje emocional, más la tradición teatral, además de la folletinesca en la televisión sobre aquel extenso repertorio de historias, personajes femeninos y texturas audiovisuales a los que se añade la prolífica filmografía del propio cineasta, nacido y fallecido en la región de Bavaria. Así que Ozon incluye al mismo Fassbinder como influencia temática, formal e incluso como protagonista de su revisión. Aunque llamar revisión a Peter von Kant no plantea una copia del original, sino un nuevo acercamiento que cuestiona los modos, el material de procedencia o la época en que se desarrolla: los rompedores setenta. Y tal vez, lo más sorprendente sea cierto ajusticiamiento sobre la figura del cineasta germano que, visto con nuestra perspectiva moral contemporánea. resultaría una persona de conducta reprobable.
En una filmografía que mantiene su ritmo anual desde hace casi dos décadas, el director y guionista francés desmonta la tragedia, recomponiéndola como una “melocomedia” o tal vez un “comedrama”. Da igual el barbarismo usado porque utilizar uno que servía para acuñar las comedias de situación televisivas más serias como “dramedias”, no responde a una película en la que lo cómico impera sobre lo trágico. Ozon maneja bien el ritmo interno de los planos, réplicas, miradas y movimientos de los intérpretes en escena. Marca con exactitud el tempo total por medio de la estructura teatral de tres actos, coordinando la dirección artística, fotografía, iluminación y sonido para representar el paso de las estaciones durante un período de varios meses. Orquestando un largometraje que por momentos se lanza a la comedia de risas, sin problemas ni sutileza, manejando un texto que se originó desde la ruptura amorosa. Los ecos se intuyen por geografía física y temporal, más cerca de Ernst Lubitsch, Billy Wilder e incluso en Édouard Molinaro en algunos detalles delirantes o desde las actitudes del reparto hasta ese francés que entonan tan bien, siendo alemanes.
De tal manera, el realizador francés logra empezar un homenaje en un principio, pero termina como un ajuste de cuentas a Fassbinder al final. Una propuesta válida pero que podría ser más curiosa si el mismo François Ozon es cuestionado por algún cineasta, tan personal o prolífico como los implicados, en las próximas décadas.