En este anquilosado y cada vez más acomodado mundillo del séptimo arte siempre es un placer gozar de ese soplo de aire fresco ligado a un autor de la altura del galés Peter Greenaway. Pedante y egocéntrico como él solo, no cabe duda que Greenaway puede presumir de ser uno de los directores más estrafalarios, grotescos y a contracorriente del panorama cinematográfico de los últimos decenios. Poseedor de un estilo muy peculiar, sus obras se elevan como una especie de cuadros en movimiento merced a la excelsa y exquisita cultura pictórica que ostenta el autor de El vientre del arquitecto (resulta fácil adivinar la representación de muchas de las grandes obras de la pintura de todos los tiempos en las escenas más desfasadas y excesivas de un Greenaway con alma de Rembrandt) a lo que se añade un gusto muy propio por conjugar en sus argumentos las obras imperiales de la literatura del siglo de oro europeo. A Greenaway se la suda, directamente, el aplauso tanto de la crítica como del público. Sus películas son concebidas para el uso y disfrute principalmente de las inquietudes artísticas que revolotean alrededor de la mente de este outsider del arte cinematográfico. Así, si el público logra conectar con ese carácter obsceno, descarado y excesivo inherente al séptimo arte de este profanador de los cimientos de la narrativa clásica no hace falta señalar que tendrá al autor de Los libros de Próspero como uno de los cineastas de cabecera a los que acudir para deleitarse con su personal forma de hacer cine. Sin embargo, en sentido contrario, será también fácil hallar a quienes consideren a Greenaway como un despojo del que hay que huir como alma que persigue el diablo. En mi caso particular existe una malsana dicotomía en lo referente a la adoración que siento por el galés. Por un lado me fascinan muchas de sus obras, pero igualmente siento un particular repelús por otras. Esta es la magia desatada alrededor de esos autores que deciden saltar al vacío sin red y sin importarles un comino el que dirán.
Para celebrar el aterrizaje en las carteleras españolas este fin de semana de la última obra de este mago de lo grotesco, he decidido reseñar una de las obras más raras y desatadas del maestro. Y es que esa falta de contención y moderación, así como esa carga rebosante de blasfemia que desborda cada rincón del film, son dos de mejores calificativos que se adaptan a este El niño de Mâcon que Greenaway dirigiera allá por principios de los años noventa. Esta es una película imprescindible para entender el arte del galés, ya que en ella se conjuga una hipnótica belleza gracias a una puesta en escena donde las panorámicas y planos secuencia campan a sus anchas a través de los ornamentados escenarios que dan soporte a la trama, con esa atmósfera morbosa y malsana tan del gusto del autor de Eisenstein en Guanajuato. Todo en El niño de Mâcon es excesivo. Desde los recargados decorados que evocan directamente a esa oscura baja Edad Media y sus supersticiones (plato que Greenaway pone patas arriba a través de su blasfemo ataque en contra de las religiones como obstáculo para la plena realización del ser humano), pasando por unas interpretaciones bastante histriónicas conectadas con ese ambiente teatral que brota de cada secuencia —así la película se narra como una especie de representación teatral montada para el disfrute de un auditorio que observa con sarna los acontecimientos que tienen lugar en una especie de montaje escénico donde lo real se toca con la irrealidad—. O finalmente algunos toques del gore más irreverente insertados con el claro objetivo de escandalizar y revolver el estómago al más sibarita de los espectadores. Puntos que alzan a este manifiesto de lo bizarro como una cinta inclasificable y asombrosa.
En este sentido, la cinta arranca en una especie de teatro popular de la ciudad de Mâcon donde tiene lugar una representación para la corte de Medici acerca de la historia de un niño que adoptará la efigie de una especie de mesías nacido de una virgen. Así, la obra teatral representada se situará en medio de una ciudad usurpada por el vicio, el sexo desenfrenado y el abandono de las prácticas religiosas, donde una mujer jorobada y deforme dará a luz a un hermoso niño tocado por la fortuna de la belleza angelical. Una belleza que chocará de frente contra la monstruosidad que adorna el cuerpo de su anciana madre. Ante la sorpresa de los conocedores de este acontecimiento, el mismo será tomado como una especie de milagro, ligando el nacimiento de este hermoso niño con la llegada de un mesías que traerá consigo paz y prosperidad a la ciudad. Atisbando la oportunidad de explotación de este hecho para acumular poder y riqueza, el infante será dado en adopción a una hermosa dama, la cual difundirá el rumor de que ha parido a un niño por la gracia del Espíritu Santo.
Pronto un séquito de enfermos, supersticiosos y adinerados terratenientes acudirán a adorar al nuevo bienaventurado con el fin de que les sean concedidos sus deseos de riqueza y fertilidad. Sin embargo, los hombres de ciencia del lugar tratarán de desenmascarar el bulo que parece haber conquistado la aquiescencia de los lugareños. Con el paso de los años, ya un bebé convertido en infante, irá atesorando un poder incalculable gracias a los tejemanejes de su postiza madre, quien se erigirá como la administradora de sus privilegios. Pero, el carácter maquiavélico de esta falsa virgen será adocenado por el hijo del Obispo, un joven de ciencia quien intentará revelar el misterio que alberga el alumbramiento del presunto apóstol. Una vez descubierto el engaño, un acto de magia generado por el niño preservará la virginidad de su progenitora ficticia, impidiendo que ésta copule con su enemigo, el cual será corneado hasta la muerte por una vaca que moraba el establo donde iba a tener lugar el desvirgamiento.
Acusada del asesinato del joven hijo del obispo, y despechada por la muerte de su amor, la joven acabará con la vida del ídolo objeto de rezo. En un juicio sumarísimo, la muchacha será condenada a muerte por el infanticidio, pero para poder ejecutar la pena el juez ordenará que la misma sea violada doscientas ocho veces por los soldados del ejército de la ciudad, puesto que la ley impide condenar a muerte a una virgen. Tras la ejecución del castigo, la peste, la pobreza y la infertilidad retornarán a la ciudad, dando por terminado así el sainete representado ante un público entregado al espectáculo visualizado.
Con estos mimbres que mezclan con acierto toda una galería de enredos prestados de los grandes clásicos del teatro del medievo europeo, Greenaway desdoblará sus filias y fobias construyendo así una cinta que bucea en el mundillo del teatro, pero que igualmente despliega todo el arsenal visual presente en las grandes obras del galés tejiendo de este modo un paisaje donde lo barroco se toca con el esperpento. Y es que El niño de Mâcon es Peter Greenaway en estado puro. Desde el punto de vista formal la cinta es un prodigio que muestra el talento conceptual de un cineasta que no deja nada a la zaga, pintando con su descarado pincel un cuadro barroco —con una influencia muy notable de la pintura flamenca del siglo XVII— bosquejado a través de unos magnéticos planos secuencia que no dejan ni un solo resquicio a la improvisación. Todo está perfectamente planificado y estructurado para irradiar un poderoso influjo de conquista. Para ello Greenaway hará gala de su personal recreación de escenarios cargados de lujuria y depravación, pero también de fascinante preciosidad gracias a una escenografía pomposa que revela la sensación de estar visualizando un cuadro en continuo movimiento.
De este modo Greenaway se nota comodísimo detrás de la cámara, como una especie de demiurgo cuyo único objetivo es el de incomodar al espectador en virtud de una puesta en escena que explota la sordidez, la blasfemia y la amoralidad como puntos críticos y radicales. Repleta de enriquecedoras metáforas y alegorías, la cinta constituye un compendio regenerador que anuncia el carácter tosco, chabacano y supersticioso de un ser humano únicamente guiado por la avaricia, las ansias de dominación así como toda una serie de indecentes virtudes que dan fe del estado decadente y lúgubre que protege la vida en sociedad desde tiempos inmemoriales. Una sociedad viciada por el sexo, el dinero y las ambiciones ligadas a éstos últimos. Todo ello se acompañará con un alucinante montaje que no hará ascos en ironizar sobre la estupidez humana deformando legendarios frescos de iconografía religiosa —como por ejemplo El descendimiento de la Cruz de van der Weyden o la Madonna col Bambino de Giovanni Bellini Brera— lanzando para ello unos traviesos y pérfidos dardos infectados de bilis, o pervirtiendo pasajes de la Biblia como los de la anunciación, el nacimiento, la epifanía o el calvario de Cristo (brutal en esta línea aparece esa secuencia ubicada en el pesebre donde ese José —que adopta el rostro del hijo del Obispo— será sentenciado por un celoso niño Jesús debido a su deseo de poseer el sexo de esa virgen María de mercadillo moldeada por la sibilina mente de Greenaway).
Pero este carácter crítico y en cierto sentido perverso, —la cinta cuenta con una de las escenas de canibalismo más brutas del cine de todos los tiempos poseedora de un marcado contenido simbólico—, no sería tan magistral sin ese necesario humor negro plagado de mala baba distintivo del autor galés, vertiendo así unos estupendos ingredientes surrealistas marca de la casa del teatro del absurdo más poderoso, que ayudan a enfatizar el contenido lascivo y muy crítico que ostenta el film. Un carácter de denuncia que nos advierte del temperamento irreflexivo, corrompido, ruin y rastrero que escolta el comportamiento del hombre. Un talante que nos persigue y condena a una vida superficial y temerosa amparada en una miseria moral y económica de horizontes eternos. De este modo El niño de Mâcon se eleva como uno de esos sainetes subversivos e impúdicos que han convertido a Peter Greenaway en uno de esos autores inclasificables e iconoclastas que tratan de sobrevivir en un mundo copado por la vulgaridad y los senderos que aseguran el aplauso fácil.
Todo modo de amor al cine.