Este fin de semana se ha estrenado en las carteleras españolas Lío en Broadway, la última película de uno de esos maestros que cambiaron el cine americano en la década de los setenta. Sí, porque a pesar del silencio mediático al que se ha visto sometido Peter Bogdanovich en la última década sin duda el neoyorquino merece un lugar de honor en la memoria de todos los cinéfilos que amamos esta locura que se hace llamar séptimo arte. Y que mejor que celebrar tan singular y quizás último acontecimiento que homenajear desde este humilde pero coherente hueco que ofrece Cine Maldito a un cineasta que decidió ser fiel a sí mismo, conocedor que dicha lealtad le conduciría a ese ostracismo popular en el que suelen caer aquellos que siguen con rectitud su sello distintivo.
Como hemos comentado, Bogdanovich formó parte de ese selecto grupo de cineastas estadounidenses que desembarcaron en el cine USA a finales de los años sesenta para revolucionar el estilo y la forma de concebir el cine en el país de las barras y estrellas. Todos ellos gozaban de una exquisita cultura cinéfila alimentada en los legendarios autocines, un lugar mitológico de tintes homéricos que fundó toda una escuela de cineastas envenenados por los efectos alucinógenos que irradiaban esas pantallas gigantescas adornadas con los rostros de John Wayne, James Stewart, Cary Grant y demás luminarias del Hollywood dorado. Pero como curiosos jóvenes que eran, también devoraban ese cine originario de la vieja Europa con la intención de trasladar a los EEUU esas inquietudes salpicadas de vanguardia. Un punto ciertamente llamativo de esta generación fue el hecho que muchos de sus integrantes iniciaron sus pasos en el mundillo cinematográfico de la mano y modo de hacer cine de Roger Corman. Así, fue la serie B de trincheras el ambiente que forjó el carácter y maestría de unos jóvenes que ansiaban derrumbar las barreras que aún existían en un cine americano que luchaba consigo mismo ante el empuje y los nuevos vientos que soplaban en Europa.
Me estoy refiriendo como bien habréis adivinado a los Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, William Friedkin, Brian de Palma, Michael Cimino y sí, el protagonista de esta reseña: Peter Bogdanovich. Para un servidor Bogdanovich siempre fue y será un referente, no sólo en lo referente a su producción cinematográfica sino que del mismo modo por su labor divulgativa del cine clásico y esa obsesión por recuperar viejas glorias olvidadas. Su imagen y vestimenta era sin duda la de un empollón. Una rata de biblioteca perturbada por el estudio del cine en su más estricta doctrina. En este sentido, el neoyorquino fue además de cineasta un investigador del cine clásico americano obsesionado con las figuras de dos genios que marcaron su trayectoria a fuego: John Ford y Howard Hawks. Ya convertido en un reputado crítico de cine -de ahí el paralelismo que siempre se ha establecido entre la figura de Bogdanovich con la de otro crítico refundado en cineasta como François Truffaut- el americano conoció a Roger Corman en un encuentro casual que terminaría dando un giro radical a su vida. Dicha entrevista daría lugar al debut como director de Bogdanovich, la germinal, transgresora e imprescindible El héroe anda suelto. Se trataba de un thriller del subgénero psicópatas francotiradores que encerraba en su envoltorio ‹hardboiled› todo un alegato en contra del olvido y el carácter depredador que desempeñaban los decadentes estudios de Hollywood hacia sus estrellas así como una alentadora correa de denuncia frente al carácter beligerante e irracional de la violenta sociedad estadounidense.
Este brillante debut detrás de las cámaras llamaría la atención de una nueva generación de productores que deseaban sembrar esa semilla renovadora necesaria para la supervivencia en un entorno cambiante que se revelaba contra las mordazas pretéritas. De este modo, Bogdanovich gozaría de total libertad para erigir su siguiente proyecto que se basaba en un drama existencialista ubicado en un crepuscular pueblo de Texas habitado por toda una serie de perdedores en el amanecer y en el ocaso de sus vidas. Así, con La última película alcanzaría la inmortalidad cinematográfica tejiendo una fábula triste de olores clásicos con una paleta de colores que bebían de la filosofía fordiana para gusto de los que añorábamos el cine del maestro ya retirado forzosamente del cine en esas fechas.
Con semejante obra maestra en su haber Bogdanovich no se acomodó, sino que arriesgó su estatus en su siguiente proyecto filmando una ‹srewball comedy› con todos los ingredientes de ese género más propio de los años treinta y cuarenta, homenajeando igualmente con ¿Qué me pasa Doctor? al maestro que le persiguió durante toda su trayectoria: Howard Hawks. Así el neoyorquino cocinó una especie de remake de La fiera de mi niña de resultados ciertamente memorables. Lejos de fracasar, el tremendo éxito cosechado con esta comedia de tintes clásicos permitió a Bogdanovich seguir cultivando perlas de autor como Luna de papel, una tragicómica roadmovie ambientada en la Gran Depresión protagonizada por Ryan y Tatum O’ Neal que obtuvo una aclamación unánime tanto por parte de la crítica como del público.
Sin embargo, tras este rotundo pelotazo la carrera de Bogdanovich entró en un bache del que nunca pudo recuperarse. Dicha mal llamada irregularidad se debió en buena parte a la obsesión del neoyorquino por rebrotar viejos géneros del Hollywood clásico en lugar de marcar un territorio distintivo agresivo con todo símbolo que transpirara clasicismo. Esta tendencia no casaba en una sociedad revuelta en la que la inocencia ya no era una opción que elegir. Una sociedad dolida por la pérdida con aroma a sangre joven de la Guerra del Vietnam que aspiraba por tanto a echar borrón y cuenta nueva con el pasado. Por este motivo los conatos de Bogdanovich de homenajear a su añorado Howard Hawks o recuperar géneros como el musical o la comedia surrealista ( At Long Last Love, Así empezó Hollywood) no llegaron más que a simples rarezas que el público y la crítica de la época no dudaron en vilipendiar. Acosado por las críticas, Bogdanovich dirigió a finales de los setenta una de sus mejores películas gracias al apoyo de su viejo mentor Roger Corman. Así, con Saint Jack el estadounidense no sólo rendiría tributo a su añorada Casablanca de un modo radical y divergente, sino que retornaría a la primera línea de la aclamación popular alzándose con el premio a la mejor película en el Festival de Venecia.
Sin embargo, este merecido reconocimiento no trastocaría los planes del maestro que decidió retornar a su querencia clásica. Hecho que le condujo en los siguientes años a vivir toda una serie de picos y valles que terminarían desembocando en un injusto olvido por parte de las nuevas generaciones de cinéfilos, más allá de sus grandes e incontestables obras de los setenta.
En esta línea, he decidido reseñar una película que encaja a la perfección con la filosofía de este genio del séptimo arte, producida a principios de los años ochenta tras el mencionado éxito de Saint Jack. Y es que con Todos rieron (They All Laughed, título original que evoca a una legendaria canción compuesta por George Gershwin), Bogdanovich decidió retornar a la comedia situando la trama en una ciudad de New York que emerge como el protagonista principal de la historia trazada por un neoyorquino sabedor que por su irregular aceptación popular con ésta podría estar realizando la última comedia puramente clásica del cine americano. Y eso es precisamente el punto que destaca en Todos rieron. La sensación que a uno le queda al final del visionado del film de que ha presenciado la muerte de un género que infringió las reglas básicas que lo originaron para cincelar en años venideros unas obras que si bien se califican como comedias, nada tienen que ver con esas cintas añejas que irradiaban elegancia, sarcasmo y porque no decirlo, también inocencia pintada con cierta ironía en lo referente a la caricatura que realizaban de esas clases adineradas y ociosas que nada aportaban a la sociedad, salvo vagancia y degeneración.
En este sentido, Todos rieron se destapa como una comedia crepuscular de sabor muy clásico y urbano. Una obra coral donde ningún actor destaca sobre los demás que convierte a la ciudad de New York en un escenario hipnótico, alegre, atestado de gente que comparte con los actores calles y vías. Una ciudad triste que respira vida y movimiento que sirve de perfecta tabla escénica para improvisar toda una serie de situaciones siempre filmadas con la elegancia que requiere la comedia sofisticada por un Bogdanovich al que se le nota muy cómodo guiando los pasos de una historia más compleja que lo que la simple lectura de su sinopsis pueda hacer creer al espectador. Porque Todos rieron no es una simple comedia de enredos detectivescos en la que dos detectives de una alocada agencia se encargan de seguir los pasos de dos mujeres ante las dudas de sus celosos maridos de la fidelidad de sus cónyuges. No. Porque John Russo (Ben Gazzara) no es ese detective maduro, canalla y sátiro que pasa de todo con motivo de su divorcio y el escaso tiempo que puede dedicar a sus hijas adolescentes que caerá rendido a los pies de la ricachona caprichosa Angela (interpretada en un breve pero contundente papel por una Audrey Hepburn en uno de sus mejores papeles otoñales) a la que le han asignado su seguimiento.
No. Porque la segunda historia que camina en paralelo de la indicada en el párrafo anterior tampoco será la típica historia de un detective novato, despistado y de buen corazón llamado Charles (John Ritter) al que le encargan seguir a la bellísima Dolores (Dorothy Stratten) para finalmente caer atrapado en una red de enredos y situaciones rocambolescas en virtud del enamoramiento súbito que los rubios cabellos de su investigada provocan en su idealista mente.
Porque Bogdanovich decidió evitar sucumbir en la comedia de enredos de risa fácil y gestual para ir más allá. Porque Todos rieron brota en primer lugar como un homenaje a la ciudad que vio nacer a su creador. Así New York es fotografiada con añoranza y cariño por un Bogdanovich que filma las mejores escenas de su obra en el espléndido escenario exterior que brinda la ciudad de los sueños gracias a unas magníficas escenas urbanas en las que Gazzara se entremezcla con los ciudadanos anónimos persiguiendo a su objetivo junto a su fiel compañero melenudo Arthur (espléndido y alocado personaje secundario que engalanará con su presencia las secuencias más poderosas de la cinta). O la fascinante escena filmada en una pista de patinaje protagonizada por John Ritter bajo los acordes del Sing,Sing,Sing de Benny Goodman. Porque se siente el amor de Bogdanovich hacia su ciudad también en la magnífica banda sonora que mezcla temas country insertados en virtud del desarrollo de la trama con los acordes y sonidos de Frank Sinatra que ayudarán a adornar la historia con unos aires de melancolía totalmente disfrutables.
Y es que para un servidor Todos rieron fue el perfecto vehículo que permitió a Bogdanovich homenajear al cine que tanto amó. Ese cine coral marca de la casa Howard Hawks donde la exaltación de la amistad en un ambiente loco y crepuscular sobresalía dentro de historias cuidadosamente engalanadas con toda una serie de personajes desquiciados e inestables que alteraban la calma de los más sensatos intérpretes principales. Ese cine de perdedores con buen corazón al estilo del Rick de Casablanca. Ese cine primitivo silente protagonizado por tenorios tímidos como Harold Lloyd. Porque para mí la película se compone de dos tramas muy diferenciadas tanto en su tono como en su forma. La protagonizada por Gazzara y Hepburn sin duda adopta el tono de una tragicomedia crepuscular de amores otoñales protagonizada por un perdedor, divorciado y sin esperanzas de volver a encontrar el amor verdadero que atisbará en la presencia de su efímera compañera esa última oportunidad de sentirse vivo emocionalmente. Bogdanovich pintó este capítulo de su película con un tono decrépito, lúgubre y amargo en una especie de homenaje a su adorada Casablanca donde el descreído John Russo jugará un papel similar al de ese Rick apátrida tanto de raíces como de amor. Un perdedor que asume su papel en un sistema en el que no encaja. Sin duda, este episodio no exento de situaciones cómicas fue impregnado por Bogdanovich de esa nostalgia trasnochada clásica gracias a la química que supieron hacer desprender tanto Gazzara como Hepburn con un inolvidable final con aeropuerto por medio que para un servidor resulta totalmente inolvidable.
Mientras el vector protagonizado por John Ritter fue ideado por Bogdanovich como un homenaje al cine de Harold Lloyd. Todo en el personaje de Ritter evoca al intérprete silente. Esas gafas de pasta que le acompañan fielmente, esa timidez genética, esa torpeza para cumplir las órdenes de sus jefes y sobre todo ese idealismo surtido de bondad en una sociedad donde la bondad brilla por su ausencia rememoran sin duda al cine de Lloyd. Pero no solo el ropaje de Ritter demuestra esto. Sino que escenas como la mencionada de la pista de patinaje insertan guiños ecuménicos a cintas como Relámpago dejando pues Bogdanovich brotar esa comedia sofisticada, física y colmada de ingenuidad típica del cine americano de los años veinte y treinta del siglo pasado. Así, Bogdanovich inyectará las necesarias dosis de vitalidad, buen rollo y felicidad en una historia en la que sobresale un John Ritter inconmensurable que denota su buen hacer en los terrenos de la comedia clásica.
Y es que otro de los puntos que llaman poderosamente la atención de la película sin duda es el espléndido hacer de todo su elenco. Como toda buena película de Bogdanovich los actores están magníficos aprobando con matrícula de honor sus respectivos roles. Puesto que a pesar de la cantidad de personajes que inundan la pantalla, hecho que a veces puede resultar cargante, no sobra ninguno, pues cada cual aportará su granito de arena para hacer avanzar hacia adelante la heterodoxa trama diseñada por el neoyorquino.
Pero como he comentado lo que convierte para mí Todos rieron en una película clave del cine americano de los ochenta es su aura de marcar el final de una época. El final de la comedia concebida como un entretenimiento elegante y sofisticado donde no cabe hueco para el mal gusto y la soez. El fin de la narración puramente clásica donde Howard Hawks mandaba por delante de Godards y demás iconos del cine rupturista. Y este carácter crepuscular fue perfectamente captado por Bogdanovich en una película que a día de hoy se observa como una rara avis que recapitula en sus casi dos horas de metraje el alma y los dogmas instaurados por los viejos artesanos de Hollywood. Unos dogmas que jamás se volvieron a impartir en el cine contemporáneo.
Todo modo de amor al cine.