La primera impresión que uno se lleva de Personal Shopper es de perogrullo: Assayas trasmutado en un Roman Polanski sesentero volviendo a las raíces parisinas. Sin embargo y aunque la referencia es obvia hay mucho más que una simple “polanskeria” en el film. Cierto es que Assayas traslada el universo malsano de Polanski a través de una mimetización del movimiento de cámara, del obsesivo seguimiento de su protagonista femenina, de una atmósfera de cotidianidad repleta de recovecos ominosos y sombras amenazadoras. Casi, casi como una versión pesadillesca de un Truffaut primerizo.
Sin embargo Assayas aporta algo más a la obra, y ya no se trata tanto de elemento sobrenatural palpable en la trama sino de la traslación social que hace de ello. Así, mientras Polanski trataba ciertos miedos a través de, o bien de la psique torturada de una mujer, poniendo pues el dedo en la llaga de la liberación femenina (sexual, individual e incluso política) o el descenso a los infiernos de la locura en el marco de un barrio de clase obrera retratando así el miedo a la proletarización y miseria de la clase media, el director francés nos traslada a un mundo de ostentación, de clases altas, adineradas y brillantes para mostrarnos su reverso tenebroso, un mundo donde la opacidad está a la orden del día.
Claramente significativo es que la protagonista, una Kristen Stewart que repite con Assayas, dedique su tiempo profesional a dos actividades aparentemente alejadas como ‹personal shopper› y médium pero que comparten muchas cosas, sí. Y es que en el fondo el periplo de la Stewart consiste en perseguir sombras que den un significado a su vida. Por un lado una señal del más allá de su hermano muerto, por otro comprar y atender las caras necesidades de Kyra, una mujer de alto perfil profesional, tan misteriosa y casi invisible como el espíritu ya comentado. Todo ello desarrollado en parajes de lujo que se presentan de forma inhóspita, oscura. Como el mal tiempo constante, como ese gris plomizo que adorna todo el metraje y que pesa como una losa en el ánimo de su protagonista.
Todo ello complementado con una subtrama donde la perseguidora es perseguida por otro elemento que juega tanto con el pavor a las nuevas tecnologías, como en el “stalkeo” del psicópata. Un tramo este donde el film flirtea con los códigos de género, poniéndonos al borde del terror, pero del tipo cotidiano, del saberse observado, vigilado y por ende amenazado sin saber muy bien por quién o qué. Un ejercicio pues de suspense puro que incide y pivota sobre las tinieblas del privilegio social y sus servidores que, dado el tratamiento de personajes, bien podrían calificarse como lacayos o esclavos autoimpuestos de necesidades impostadas. Lo material se confronta pues a lo espiritual para acabar de alguna siendo no contraposición sino espejo reflectante de ambos mundos.
Assayas pues construye un film referencial que, sin embargo, no pierde un ápice de personalidad al saber evolucionar internamente y trasladarse temporalmente al contexto actual. Un film que podría fácilmente leerse en un primer nivel como género puro (y cuyo «final twist» así parece atestiguarlo) pero que esconde en su interior cargas de profundidad sociales demoledoras. Un retrato de un mundo en equilibrio precario buscando un punto de fuga espiritual a su descomposición interna. Una composición que parece decirnos en el fondo y en la forma que hay muchos realidades dentro de la sociedad actual pero que no solo existen como fotografías brillantes a las que aspirar sino también como elípticos fundidos a negro que hay que conocer y porque no decirlo, temer.