Dennis Cooper y Zac Farley establecen en su segundo largometraje un nexo donde la adolescencia se encuentra íntimamente ligada a la muerte en uno de esos retratos donde el ‹angst› juvenil es abordado con una direccionalidad clara y específica. Los personajes del film, pues, adolecen de una mayor profundidad en un marco que es condicionado por sus cineastas haciendo hincapie tanto en conversaciones que revelan su condición e inquietudes, como en una construcción espacial que se antoja distante por momentos; pero no lo hace desde una composición formal que a través de sus diálogos y de un depurado uso del plano nos acercan al particular retrato compuesto por los cineastas, sino por una impostura que en ocasiones interpela la propia imagen y resta valor a ciertas estampas que por sí solas saben transmitir esa incertidumbre. No hablamos, pues, de poner en duda la premisa de una obra cuya personalidad es transmitida rápidamente, ya sea en la confrontación de algunos de sus personajes, o bien en la forma de hablar, sin tapujos, de algo que va más allá del tormento propio, que se llega incluso a antojar inexistente en algunos tramos de la obra. Lo que socava, en consecuencia, la esencia del relato, son tanto algunos diálogos que parecen mecánicos, prácticamente teledirigidos para orientar cuestiones que fluyen mucho mejor en secuencias sin corte —esto es, cuando Permanent Green Light huye del plano/contraplano y la edición, y por ende, de una mirada que adulteran Cooper y Farley—, como escenas que fuerzan esa propensión a una naturaleza sin límites, cuya existencia está en el cuestionamiento del periplo vital.
Permanent Green Light se constituye así como una serie de escenas que por momentos se advierten más como ‹set pieces› que como un conjunto puramente cohesionado: sí, en el fondo la cuestión que se aborda en ellas es la misma, pero el tenue hilo que une a los distintos personajes que recorren la obra, se rompe en busca de motivaciones que no hacen sino engullir a sus personajes, adoleciendo de un fondo que sí parecen dotar por momentos sus actores, quienes parecen entender mucho mejor que los propios cineastas aquello que requieren los roles que interpretan. O eso, o Cooper y Farley no logran hallar un tono —que se escinde debido a secuencias que prácticamente chocan entre ellas— y unos mecanismos acordes con aquello que pretenden reflejar en su segundo largometraje. Sí aciertan, no obstante, al obviar un contexto que en realidad sólo sirve como disparador, y al componer en esas estructuras desapasionadas y frías en torno a las que los personajes recorren su camino, como buscando yuxtaponer la viveza de un rostro que se antoja precursor de las inquietudes que aborda, a esos parajes que son poco más que cubículos en los que mantener una convivencia espoleada por los encuentros con una figura que resulta tan familiar como distante. El film se pierde, pues, en una falta de concreción al conectar desde una misma perspectiva ese ‹angst›, y aunque en ocasiones incluso se torne irónica —la muerte de la chica—, no desvela los suficientes estímulos como para encontrar en Permanent Green Light el retrato de una adolescencia que se presenta con más impostura de la que debería y, desafortunadamente, perece mucho antes de lo que sus creadores pretendían.
Larga vida a la nueva carne.