Me van ustedes, queridos lectores, a perdonar si durante esta reseña termino cayendo en terrenos más personales y menos analíticos en comparación a mis otros textos; y es que Perfect Sense, largometraje que vio la luz en 2011 e inédito en nuestro país, me ha pillado desprevenido y ha alcanzado a tocar rincones que rara vez se estimulan en mi fibra sensible, consiguiendo que su director, David Mackenzie, a quien hasta la fecha no había prestado atención —craso error—, se haya ganado unas cuantas horas de mi vida para dar un buen repaso a su filmografía.
No sabría muy bien cómo definir Perfect Sense. Podría decir que es un drama romántico ambientado durante una catástrofe; pero también podría etiquetarla como una película de catástrofes —epidémica en este caso— durante la cual tiene lugar una historia de amor. En el fondo, esto es lo de menos. Sea como fuere, esta duda no evidencia otra cosa que la perfecta simbiosis entre ambos elementos; simbiosis que hace avanzar la trama amorosa apoyándose en el conflicto que supone la pérdida progresiva de los sentidos de los personajes, y de todo el planeta. Los personajes, su relación, y el mundo que les rodea avanzan a la par que la enfermedad que les azota, y experimentar esta evolución es una experiencia tan deliciosa como devastadora.
Ir atravesando la historia de Perfect Sense hace inevitable la comparación con Blindness (2008). Donde la adaptación de Ensayo sobre la ceguera fallaba, la película de Mackenzie consigue destacar gracias a su especial delicadeza, a su honestidad, y a que demuestra que para centrarse en las consecuencias emocionales de una catástrofe no es necesario dar a una película un cariz grandilocuente y plomizo, pudiendo resultar aún más demoledora con un punto de vista más íntimo y personal.
Todo aquel que lea estas líneas y me conozca puede justificar mis alabanzas a la cinta apelando a mi especial fascinación por el cine de catástrofes y epidemias, pero este no es el caso. Aunque el tratamiento y la naturaleza de la pandemia que azota a la humanidad en Perfect Sense me resulte de lo más atractivo, es la historia de amor —siempre acompañada por el contexto en el que se desarrolla, claro está— la que ha convertido el visionado del filme en algo tan especial. Y no se exactamente por qué.
El chef y la epidemióloga sobre los que pivota la historia son los personajes atormentados de manual vistos una y mil veces, pero tienen algo especial que ha conseguido que alguien tan reticente a las historias de amor como yo retuerza el cojín del sofá durante el agridulce tercer acto. Puede que sea por la emotividad de la banda sonora —que escucho en este instante mientras escribo—, puede que sea por la facilidad con la que Ewan McGregor consigue que te identifiques con su personaje, o por cómo Eva Green te enamora en cuanto muestra por primera vez la fragilidad de Susan, con su mirada azul y temerosa.
Puede ser por mil y una cosas; por esa simbiosis de elementos que rara vez funciona, pero que aquí lo hace como un reloj suizo; como un engranaje cuya única función es estrujarte emocionalmente y hacerte pensar que, qué demonios, no te importaría en absoluto sacrificar todos y cada uno de tus sentidos a cambio de vivir una historia de amor como la que viven Susan y Michael. Y creedme cuando os digo que leer algo así de una persona como yo, es sinónimo de que la experiencia de ver, o mejor aún, de sentir Perfect Sense merece mucho, mucho la pena.