La pareja artística formada por las cineastas búlgaras Vesela Kazakova y Mina Mileva acatan en su primer largometraje de ficción, tras dos documentales previos centrados en la historia de su país como son la muy interesante The Best is Still Alive (2016) y la inédita Uncle Tony, Three Fools and The Secret Service (2013), una radiografía del estado mental que se vive en la Inglaterra del Brexit, lugar donde ambas residen.
Con unas breves pinceladas previas, hay que indicar que las directoras (y guionistas y productoras) de Pequeños milagros en Peckham Street, traducción muy libre del original Cat in the Wall, tienen una muy interesante carrera a sus espaldas; en el caso de Kazakova como actriz, donde podría destacarse Stolen Eyes (2005) o Mila from Mars (2004), y en el caso de Mileva en el mundo de la animación, algo que compaginaba a la perfección en su mencionado trabajo previo The Best is Still Alive.
Una vez empezaron a trabajar juntas, el resultado fue tan estimulante para la cinematografía búlgara como llena de obstáculos, donde destaca una censura ejercida desde el poder por su primer trabajo.
Lo cierto es que después de dos largometrajes documentales pasan a la ficción, donde se sigue saboreando esa mirada incómoda y crítica con la realidad. Si antes sus películas trataban sobre los deshechos del comunismo búlgaro, algo que, quisieran o no, marcaba en su identidad, ahora esa mirada se aleja del pasado para detenerse en una especie de estado mental en algún lugar de la periferia londinense cercano a la fecha de salida del Reino Unido de la Unión Europea (la obra se estrenó en el 2019). Teniendo en cuenta que residen allí desde hace tiempo, no es aventurado indicar que posiblemente las cineastas sigan observando su realidad más inmediata y, en este caso, con desazón.
Cat in the Wall se enmarca en esas historias desde las que tratan de contar algo grande desde una pequeña perspectiva. Lo pequeño es una familia emigrante búlgara, formada por una madre, su hermano y el hijo de la primera. Están asentados, hablan el idioma perfectamente y tienen trabajos que no les llenan, pero se mantienen. Ella es camarera pero sueña con ser arquitecta. Él es historiador pero trabaja reparando antenas parabólicas. Tienen sus batallas diarias y las van ganando o perdiendo poco a poco, sin hacer mucho ruido.
El detonante narrativo acontece cuando el gato que se han encontrado en la calle es reclamado de muy malas formas por otros vecinos y explota toda la tensión entre las dos familias, ambas disfuncionales y con sus mochilas a cuestas, pero no hay posibilidad de encuentro. El racismo y la xenofobia entran en juego en ambas direcciones, sin cuartel.
Uno imagina que Kazakova y Mileva juegan en terreno conocido y, sobre todo, que quieren huir tanto de tópicos —y créanme, el cine social es el mayor creador de tópicos narrativos en su lucha contra los propios tópicos sociales— como de maniqueísmos mientras intentan ir dejando un poso de la atmósfera y, además, quieren jugar al desconcierto o incertidumbre de ese personaje principal, Irina, en su faceta de emigrante llena de lugares comunes sobre las ayudas del estado (“paguita”, que le llaman ahora); una búlgara que no olvida la etapa de la estrellita roja en su país y sus desgracias, pero que se topa con dos jóvenes trotskistas que parecen los únicos que alarmados ante la situación laboral sin importar de donde se procede (cuando la galaxia explote, el último habitante del universo será trotskista y dirá «Ya lo dije yo, os lo dije y no me votasteis»). Atisbo de perplejidad en las propias cineastas al haber visto sus obras anteriores, o igual soy el típico juntaletras que ve metáforas atravesar la puerta de Tannhäuser.
Tal vez en la coctelera acaba por haber demasiados elementos y miradas. A todo lo anterior, hay que mencionar la situación de emigrantes altamente cualificados realizando chapucillas, o una lucha quijotesca entre Irina contra un ayuntamiento que se rige por la absurdez. Hay muchas cosas que quieren contar las cineastas, como búlgaras en Londres pero, ojo, también como habitantes de Londres sin más.
Curiosamente los mejores momentos son cuando las situaciones explotan, y la cámara hace eso de parecer la mosca en la pared y lo que ves en pantalla es eso que llamamos autenticidad, o incluso alguien diría realidad. En estos momentos sólo se necesita una intención muy clara, y de todas las ideas, las más sencillas y directas están aquí, junto a unos actores que de pronto son nuestros puñeteros vecinos o los polis de toda la vida.
Cat in the Wall es un drama con muchísimas y muy interesantes observaciones de sus responsables, aunque en conjunto queden algo dispersas, al que personalmente asisto como un exorcismo de sus responsables sobre la realidad que les rodeaba en el momento de escribirla. De lo pequeño: la cotidianidad de Irina, su hermano y el niño; de lo grande: cómo se cae a pedazos el estado de bienestar surgido para contrarrestar la influencia del comunismo tras la Segunda Guerra Mundial y cómo se explica el Brexit, ahí es nada.
La película acaba convenciéndome. Ahora espero con ganas el próximo trabajo de sus responsables, Women Do Cry, que podrá verse en pocos días durante el Festival de Cine de Sarajevo. Creo que hay que seguirlas muy de cerca.