Los primeros compases del largometraje de la debutante Laura Samani avanzan en procesión, la misma que siguen un grupo de mujeres dirigiéndose al mar, mientras rodean la figura espectral y velada de Ágata, protagonista de Piccolo corpo. El canto paciente y ceremonioso de las acompañantes de Ágata desvela lo que podría considerarse como una liturgia ancestral, al tiempo que nuestra particular heroína se deshace de sus ropajes para revelar su condición de embarazada y para sumergirse serenamente en las aguas de la costa italiana.
Ya en la primera escena del film debut de Samani, que se alzó con la estatuilla a Mejor ópera prima en los David di Donatello 2022, se convocan todos los ejes temáticos que se expandirán, con menor o mayor acierto, a lo largo del metraje. Especial importancia cobrarán las nociones de espiritualidad, arraigue y maternidad, que la cineasta irá desgranando a través de un esqueleto narrativo sencillo y con poco veladas reminiscencias al cuento moral y a la clásica historia de superación. Porque Ágata, dentro del minimalismo visual y conceptual del filme, lo pasa mal. Los procesos de alumbramiento actuales nada tienen que ver con los de la Italia de los albores del siglo XX: como consecuencia, el parto deviene en tragedia y el hijo que esperaba Ágata nace sin vida. Ello provoca, evidentemente, una situación de crisis personal que la protagonista decide revocar con o sin ayuda (su marido, finalmente y como es de esperar, se desentiende) y que hará que tome una decisión extrema: andar quilómetros y quilómetros montaña adentro, en condiciones hostiles, con la intención de encontrar un santuario dónde se dice que los nonatos, por un segundo, pueden volver a la vida, el tiempo necesario para bautizarlos y poderles dar santa sepultura.
El prometedor punto de partida de Piccolo corpo, que arrojará a Ágata a un trayecto ímprobo y desesperado para nombrar al nonato (y por tanto, para permitirle huir del limbo perpetuo al que está condenado por nacer sin baptismo y morir de forma no cristiana), se irá, por desgracia, deshilachando a mitad de metraje, cayendo en el mismo limbo en el que se encuentra suspendido el bebé que sirve de conflicto para que avance la trama. Quizás a causa de iterar tics del cine autoral contemporáneo o por falta de habilidad en el manejo de los tempos del largometraje (porque recordemos que Samani tiene unas cuantas obras en su filmografía, en formato corto), el interés por las desventuras de fe de Ágata (aún cuando aparece una acompañante, la otra “única” actriz en toda la película, que extiende ligeramente el conflicto) se terminan diluyendo sin aparente remisión, siendo únicamente su tramo final una interesante —aunque no original del todo— reparación narrativa. Debemos anunciar, eso sí, que algunas decisiones de explicitar determinadas situaciones al final de la película restan parte de la elegancia y ascetismo en la puesta en escena que se mantiene a lo largo de casi todo el metraje.
El agridulce sabor que sentimos al final del visionado no es óbice para que enumeremos, porque las tiene, sus nada despreciables virtudes, a saber: dos actuaciones notables, en especial la de Celeste Cescutti (hay algo de poesía mítica en el hecho de que los nombres de las actrices hagan referencias a cielo y mar, elementos de notable importancia en el filme) en el rol de trágica heroína de esta historia; una dirección de fotografía que trabaja con igual precisión los interiores lóbregos y mortecinos de la época con los vastos e inhóspitos exteriores; la cuidada tarea de ambientación o ideas y apuntes interesantes sobre nociones de maternidad, constricciones sociales, fervor religioso o sacrificio. Así pues, nos encontramos ante una película con notables puntos de interés que flaquea en sus concesiones de cine autoral (uso del plano en continuidad, abuso de tiempos muertos), las mismas que provocan agotamiento en el espectador cuando se trata de repetir esquemas y tics del cine más comercial.