Eva Vila reemprende en Penèlope el mito de La Odisea de Homero en una de esas propuestas que apelan directamente a su faceta más sensorial. Una característica dilucidada desde su inicio, donde nos situamos ante los bastos terrenos que circundan el pueblo de Santa María de Oló, en una comarca de Barcelona. El imponente paraje retratado por la cineasta catalana cobra entidad propia gracias a una labor fotográfica que pronto deviene en atmosférica, dotando cada plano de una corporeidad cuyo aspecto también se fragua desde la construcción de un sonido primordial para el film. En el aspecto técnico, Vila demuestra tener la virtud de quien sabe manejar cada una de las estampas que componen su obra, enhebrando así uno de esos trabajos telúricos, que se desvinculan de cualquier atisbo de realidad, no desde la composición del esqueleto central del relato, sino mediante el valor de una imagen capaz de sugerir y transmitir una mitología personal sin necesidad de indagar en espacios embebidos en una cierta irrealidad. Es en esa capacidad donde se desarrolla la valía de un trabajo como Penèlope, tan capaz de obrar un grado de abstracción aludiendo a sus escenarios, como de implementar capas de realidad alterna que reconstruyen poco a poco el presente vivido —esa radio en la que se habla del proceso por el que está pasando Cataluña, la inclusión de esa inmigrante que llegará para cuidar a la protagonista, esgrimiendo la disonancia entre realidades dispares—. Ello sirve tanto como forma para contraponer el imaginario mostrado, como de manera para contextualizar un marco que quizá no es necesario comprender en su totalidad, pero sí escindir de la esencia del relato articular, esa Odisea a la que nos remite la crónica forjada.
La descripción de los dos personajes centrales, Ramón y Carmen —que encarnan a Ulises y Penélope—, entronca igualmente con ese modo de despersonalizar el relato central, de otorgarle una esencia que se resigna en cierta manera a no apelar al elemento mítico, cuasi intangible, que sí definen sus imágenes. Sí, es cierto, nos encontramos con dos individuos, uno que llega al pueblo en el que tiene lugar la acción, mientras ella espera, que resultan de algún modo cercanos, por su forma de afrontar la realidad o unos quehaceres que nos acercan a un terreno más palpable, pero afrontados desde un retrato cuasi etéreo por momentos, donde la realidad se funde con una representación muy distinta de lo que en realidad atisbamos a ver en el marco de la pantalla. Eva Vila sostiene en esa representación una visión donde el paso del tiempo se engarza como piedra angular de un discurso que precisamente halla en el tempo suscitado y en su arquitectura narrativa una imagen honesta de aquello que emprende su cine; no obstante, y si bien la autora de Bajarí es capaz de componer un trabajo personal, que demuestra arrojo y carácter desde su composición formal, y se sumerge en esos páramos que nuestro cine pisa rara vez, la reiteración de la que adolecen ciertos pasajes —por más que se intente compensar encontrando un equilibrio en la vuelta a esos parajes naturales que amparan su universo— hace de Penèlope una obra que se va descompensando con el avance de los minutos. Nos encontramos, pues, con un film que demuestra un potencial inusitado, en especial sabiendo que estamos ante una ópera prima, una de esas ‹raras avis› que infrecuentemente surcan el territorio patrio, y que busca —y, por momentos, encuentra— en su percepción sensorial nuevas sendas entorno a un cine que podrá sugerir innumerables reacciones, pero sin lugar a dudas no deja indiferente.
Larga vida a la nueva carne.