En Serori, cortometraje de producción íntegramente japonesa, Pedro Collantes da algunas de las claves que, posteriormente, desarrollaría en su debut en largo, El Arte de Volver, del que hablamos recientemente. El diálogo, los gestos y un situacionismo minimalista son las herramientas para tejer una historia mínima que, con aires de alejamiento y extrañamiento emocional, se sitúa en un punto entre irónico y dramático.
Collantes describe un viaje en el que los recuerdos toman cuerpo en forma de morbosa voluptuosidad. El deseo es captado a través de la tristeza del recuerdo, pero también de un cierto abuso de poder. La paradoja radica en el hecho de que la víctima desencantada, asolada por la melancolía, toma las riendas de la situación de una manera tan sutil que lleva a plantearse si todo es producto de un encuentro casual o es un plan largamente maquinado.
Collantes huye, sin embargo, de recursos melodramáticos al uso. En su lugar asistimos a una filmación que, a pesar de su cercanía visual, tiene un aire distante, exento de calidez, como si lo que estamos contemplando no fuera la historia de una maquiavélica (o desesperada) maquinación, sino de un hecho cotidiano que, aún estando situado en Japón, podría suceder en cualquier lugar. Es quizás esa voluntad de universalidad en el reflejo de la cotidianidad de los márgenes, lo que otorga a la vez el sentimiento de plausibilidad y el tono de microrrelato de historia bizarra.
Lo que sí queda claro es que Collantes tiene muy clara la necesidad de enfundar su relato en una narrativa que permita, de alguna manera, mantenernos ocupados en el intento de descifrarla. Como si lanzara una cortina de humo formal hipnótica que nos alejara de una cuestión fundamental: la ética de lo narrado.
Y es que, sin ánimo de hacer spoilers, estamos ante una historia que, bajo el manto de la pérdida, el recuerdo y la frustración amorosa, no deja de ser la descripción de un abuso sexual, de una violentación del otro. Algo perverso en su funcionamiento, en su inversión de roles tradicionales y en sus múltiples disfraces excusatorios. ¿Cuál es pues la intención de Collantes? ¿Impactar? ¿Justificar? ¿O sencillamente ofrecer una explicación razonada de un suceso violento? Quizás en todo ello lo que hay verdaderamente es un puerta de entrada al debate, un no posicionamiento que no refleja en realidad la opinión del director sino que deja campo abierto a la reflexión del espectador.
Una posición que se podría considerar, desde un punto de vista moral, como discutible, pero que nos habla de una visión inteligente, que pone las cartas encima de la mesa (y boca arriba) para que la pedagogía no se convierta en un manifiesto sino que, sencillamente deje que los hechos hablen por si solos, con el desapasionamiento de un observador externo que, lejos de la mirada del voyeur morboso, se postula como un retratista de una mundanidad que, por violenta y extraña que nos parezca, no tiene porque ser tratada con la exuberancia de la pornografía del escándalo en una crónica de sucesos, sino como una pequeña noticia a pie de página.