En un momento determinado de Peace to us in our dreams, el padre que interpreta el propio Sharunas Bartas, se refiere a nuestra incapacidad para comprender la realidad circundante, y a nosotros mismos en tanto integrantes de la misma, en toda su vastísima extensión. Limitados por una visión del mundo sujeta a nuestra propia experiencia (y a nuestra incapacidad para gozar de cualquier otro tipo de perspectiva que no sea la estrictamente personal), estamos condenados a desconocer gran parte de lo que nos rodea, a vivir en un estado en el que realidad e imaginación (lo que es y lo que creemos que es) se confunden. Dudar es bueno y humano, sigue diciendo el personaje. Aunque, mediante el lenguaje, intentemos arrojar luz sobre aquello que nos inquieta, preocupa u obsesiona, o simplemente darnos a conocer ante los demás o ante nosotros mismos, siempre van a existir franjas de sombra donde gobierna el misterio, la incertidumbre, la impotencia que surge ante lo desconocido. Consciente de ello, se diría que Bartas, con humildad y sabiduría, pretende instaurar su narración en un territorio enigmático en el que el constante murmullo de la naturaleza acoge el deambular incierto de unos personajes que son apenas interrogantes dentro del curso del relato: un padre, su hija y su joven pareja, decididos los tres a pasar unos días en su casa de campo, y los tres marcados, en mayor o menor medida, por la figura de una madre ausente y por las insatisfacciones y angustias que jalonan su cotidianidad.
Durante gran parte del metraje, la película se mueve en la superficie, hurtándonos la posibilidad de desentrañar lo que subyace bajo las sosegadas imágenes que filma el lituano. La información de que disponemos para conocer a los personajes es mínima: apenas un conato de crispación psicológica, revelada en plena interpretación de un concierto de música clásica, sirve para reflejar la inestabilidad de la joven violonchelista, no así para determinar las causas, tan opacas, en principio, como los caracteres del resto de personajes. Bartas dedica mucho tiempo a filmar sus rostros, sus gestos, sus silencios y, principalmente, su forma de interactuar con el entorno, cuyas características remiten vagamente al universo de Tarkovsky (pienso en El espejo: la cabaña en el bosque, los interiores lúgubremente iluminados, la atención a los movimientos de la naturaleza…). Orquestando una narrativa callada y lírica en la que la trama avanza por derroteros inciertos y desconcertantes, Bartas pone aún más al espectador contra las cuerdas cuando se decide a perfilar las relaciones entre los tres personajes principales y los tres secundarios, representados por una pareja madura mal avenida y su hijo, aficionado al vagabundeo y los hurtos de poca monta. Aquí prima la ambigüedad y el artificio, no queda claro si porque el autor de Tres días quiere jugar al despiste privándonos de asideros que nos permitan descifrar las conexiones entre los personajes, o bien si, queriendo arribar a cierta trascendencia, se deja arrastrar por unos diálogos que rechazan de pleno el naturalismo (la chocante escena de la visita de la chica a la vecina). Asimismo, las propias interpretaciones rozan un cierto amateurismo que no merma, en cualquier caso, ni el grado de verdad ni la altura poética que llega a alcanzar la cinta.
Es, de todos modos, cuando la película se permite verbalizar algunas de las inquietudes de sus personajes cuando ésta se vuelve más apasionante, conectando la generosa carga lírica de sus imágenes con las tribulaciones internas de unas criaturas que dialogan, de forma desnuda y con una serenidad impropia del cine convencional, sobre la fragilidad humana, el ego, la relatividad de la maldad y la bondad, la impostura, el cambio y el incierto porvenir. Bartas (a través del personaje del padre) reflexiona sobre todo ello sin ánimo de pontificar, beneficiándose de las muchas zonas de sombra que ostentan todos los personajes (incluido el suyo propio), y es este desconocimiento o esta falta de información la que contribuye a magnificar el poderío y la clarividencia filosófica de unas escenas (las que muestran al padre dialogando con la hija y con su amante) cargadas de una intimidad tierna, pesada y enigmática. El misterio, en fin, constituye el motor de la vida y de la propia película, que de hecho pierde pie cuando prefiere explicitar las motivaciones psicológicas (y sus consecuencias) de algunos personajes (el problemático rol del adolescente), rompiendo el tono profundamente extraño de la cinta y haciendo que la narración se vuelva un tanto torpe y abrupta, como si la necesidad de dar respuestas a las preguntas de la hija pequeña empujaran a Bartas hacia un cine en el que la acción muestra más de lo aconsejado, neutralizando en parte el misterio que había vertebrado toda la función. Porque Peace to us in our dreams perdura no tanto por lo que dice, sino por lo que calla.