Un oportuno cruce de piernas en Instinto básico, la colérica reacción de un devoto cristiano ante una blasfemia en El libro negro, o un manoseo indebido por parte de un hombre invisible en El hombre sin sombra… Paul Verhoeven siempre ha conjugado esa faceta de provocador nato a través de constantes muy habituales en su obra: de una sexualidad, en ocasiones enfocada desde su incipiente erotismo, a veces desaforada, que ha dado pie a algunos de los momentos más excesivos de su filmografía, a una mirada a la religión siempre repleta de dobleces —como en el citado instante de El libro negro— e imbuida en una ironía capaz de dejar certeras reflexiones en apenas un chascarrillo. Es, de hecho, en El cuarto hombre, último largometraje en tierras neerlandesas antes de emprender su periplo en Hollywood, donde su personaje central, Gerard Reve —alter-ego del mismo nombre en la ficción del autor de la obra original, Die vierde man—, un escritor alcohólico, bisexual y católico, cuestiona abiertamente esos mimbres tras ser inquirido después de una conferencia. Aquello que en manos de cualquier otro cineasta podría ser advertido como una mera acotación a pie de página, en manos de Verhoeven cobra tintes de una perspectiva desde la que se desliza en no pocas ocasiones una ambigüedad patente, siendo probablemente el film que nos ocupa, una de sus obras más afiladas en ese aspecto; y es que, lejos de esa exposición manifiesta —en especial, mediante pespuntes que van configurando el carácter e ideales del protagonista—, resulta complicado dirimir hacia dónde irán los pasos de un film construido casi a modo de intriga clásica —en la que, si bien no hay un misterio ‹per se›, dominan esas incógnitas en torno a Christine, personaje femenino a modo de atípica ‹femme fatale› interpretado por Renée Soutendijk (a quien vimos recientemente en el papel de una de las profesoras de la academia del Suspiria de Guadagnino)—, que sin embargo expone muy a las claras unas constantes desde las que cimentar el particular relato sobre el que transitará el camino de Gerard.
El talante visual —que si bien gira en torno a lo iconográfico de modo obvio, encuentra un notable incentivo en la fotografía de Jan de Bont (el, en efecto, autor de títulos como Twister o Speed)— de un film como El cuarto hombre deviene, sin lugar a dudas, otro de sus estímulos centrales, siendo capaz de glosar con personalidad tanto una serie de referencias que indagan sobre el posible germen y subtexto de la obra, como las claves de un género que rezuma una extraña mixtura en la que se capturan a la perfección ciertos rasgos formales, por más que en la base de ese relato nunca se conciba una atmósfera tangible, siendo en todo momento las representaciones pertrechadas por la distorsionada mente del protagonista su principal pretexto. Así, y desde la singular óptica de que dota Verhoeven a cada elemento religioso —crucifijos, esa virgen y el niño (aureola incluida) en el tren…— y cada alucinación pesadillesca del protagonista, El cuarto hombre dispone la simiente de un ejercicio que ni siquiera necesita forzar sus límites, encontrando en cada imagen estampas que dotan por sí solas de un poderoso significado al contenido del film, sabiendo además trazar una vía consecuente para con lo expuesto a lo largo del mismo a nivel argumental. Más allá de las conexiones que se puedan encontrar en esta obra —a bien pocos se les escaparían nombres como los de Cronenberg o Buñuel—, si algo se desliza de El cuarto hombre es una personalidad arrebatadora en el momento de trazar uno de esos trabajos tan inherentes como característicos del propio autor, donde encontramos un exceso de algunas de sus obsesiones que, sin embargo, equilibra dotando al relato de una idiosincrasia única; y lo hace siendo capaz tanto de tejer imágenes imborrables —y quién sabe si posterior influencia, como Christine acechando con la cámara a Gerard tal y como repitiera años más tarde Lynch en su Carretera perdida con aquel misterioso personaje interpretado por Robert Blake— como de conjugar un género mutante llevándolo al terreno “verhoeveniano” por antonomasia, en el cual sexo y religión constituyen un indiscutible nexo desde el que continuar explorando una naturaleza que difícilmente encontrará mayores estiletes que esos.
Larga vida a la nueva carne.