Paul Thomas Anderson, uno de los autores (además de dirigir siempre escribe sus guiones) más asombrosos del cine contemporáneo, debutó en el largometraje con Sydney a la precoz edad de 26 años con una madurez inusual y haciendo gala de sus señas de identidad posteriores. El director angelino ha conseguido componer una filmografía admirable y sin altibajos. En sus primeros pasos se dedicó a homenajear a sus maestros: en Sydney hay una notoria influencia de los Coen, en Boogie Nights se percibe algo de Martin Scorsese, y en Magnolia, la sombra del Robert Altman de Vidas cruzadas es muy alargada. Pese a las citadas influencias, estas dos ambiciosas obras corales tienen personalidad propia y forman parte de las mejores películas de la década de los 90. Tras estas 2 joyas del cine contemporáneo se tomó aparentemente un respiro con Punch-Drunk Love, una hipnótica reflexión romántica y marciana que daba la sensación de ser menor en su momento, pero que como todas las sus obras sigue creciendo en posteriores visionados; para cambiar de registro por completo en la apoteósica Pozos de Ambición, y finalmente deleitarnos con The Master, que sigue los nuevos caminos emprendidos en la anterior, pero adquiriendo mayor complejidad.
Sydney arranca con John, un joven sin dinero y sin medios para volver a casa, que viaja hasta Las Vegas para conseguir los 6.000 dólares necesarios para enterrar a su madre. Allí conoce a Sydney, un hombre mayor vestido de esmoquin y parco en palabras, que parece saber todo sobre el ingenuo joven. Sydney se presenta tendiéndole una mano aparentemente desinteresada, y le ayuda a conseguir el dinero; el anciano, que parece salido de otra época, inicia a John en el arte del juego y le enseña a ganar dinero en los casinos sin levantar sospechas. Las penurias de John superan a sus recelos sobre los motivos de Sydney para tan generosa ayuda, provocando la sensación de que algo trascendente se nos escapa. Se entablará una relación de amistad entre ambos que se pondrá a prueba, tras un salto en el tiempo de 2 años en la narración, cuando John se enamore de una camarera con problemas económicos. La aparición en la trama de un personaje con malas intenciones abrirá unas heridas que parecían cicatrizadas con el paso del tiempo.
La cinta, pese a tratar el mundo del juego, no busca retratar las excentricidades y los excesos de los casinos y su hortera aspecto resplandeciente, como sucede normalmente en las películas que tratan esta temática. Aquí no hay ningún plan de atraco, o una estafa que perpetrar contra los intereses del casino de turno. Su interés se centra en el retrato de unos personajes menos soñadores que los del resto de su filmografía, pero que siguen resultando unas almas perdidas, frustradas y desoladas que vagan sin rumbo fijo, cargadas de remordimientos y de soledad, cuyo máximo anhelo es la divagación y la supervivencia. Anderson se toma su tiempo en el desarrollo de los cuatro personajes, pero su sugestivo proceder consigue mantener nuestra atención incluso en los momentos más sosegados. El film va desarrollándose como un sólido drama con aroma de cine negro hasta la llegada de un sorprendente giro que cambiará las posibles motivaciones de Sydney, pero no llega a influir en las relaciones establecidas entre los personajes. El angelino muestra gran capacidad para mantener el misterio y provocar la imaginación, con destellos de un sentido del humor muy negro (a destacar la absurda historia que cuenta John sobre sus miedos con las cerillas) que no ocultan el severo tono predominante, exponiendo la acción de un modo casi circunstancial en su recta final.
Anderson nos sumerge en una trama circular, que da vueltas sobre la expiación por los pecados pasados, e incide en la importancia de las familias, especialmente las formadas fuera del ámbito tradicional. Un tema de interés recurrente en todas sus películas, aquí representada a través de la nueva relación paterno-filial que se establece entre ambos. La cinta se sustenta en el vínculo de autoridad, sumisión y cariño entre la pareja protagonista. Otro tema recurrente en Sydney y en todas las películas de P.T. es el de la trascendencia del destino, que marca de manera definitiva nuestras vidas, como ya lo indicara en el descomunal, talentoso e irreverente prólogo de la más ambiciosa Magnolia.
El director estadounidense debuta con una historia inteligente y elegante, de carácter tragicómico, desarrollada de manera realista. Su dirección destaca por la originalidad en el manejo de la cámara, acompañada de talentosos ‹travellings›, tomas cenitales y planos secuencia, elegancia sin excesivos alardes, sobriedad en la puesta en escena, un tratamiento excelente del encuadre, y su mayor baza: una gran capacidad para narrar historias intensas sobre las circunstancias que se apoderan de las relaciones entre los seres humanos que terminan provocando el caos y el descontrol absoluto. El director de fotografía Robert Elswitt ha participado en todas las películas de Anderson y es uno de los artífices del intachable poderío visual del que siempre hace gala. En las escenas interiores usa poca luz, mientras que en los casinos y los bares el resultado es colorista. Nada que ver con los exteriores, que aparecen grises y descoloridos, con predominio de la luz del día.
Anderson proporciona la oportunidad de brillar en sus películas a todos sus actores, incluso a los que tienen un papel más secundario. En su debut todos los personajes están bien desarrollados y resultan muy interesantes, en especial el de Sidney, un tipo misterioso ejemplarmente interpretado por Philip Baker Hall (un habitual de Anderson, que recordamos por su papel dramático en la brillante Magnolia); un anciano de pocas palabras, pulcro, impasible, y con cara de pocos amigos, que ha encontrado una manera de sobrevivir en una ciudad que no suele tener piedad con los más débiles. John C. Reilly interpreta de manera muy creíble a John, un ser con inocencia infantil que necesita orientación en la vida, muy al estilo del protagonista de The Master, en una excelente actuación de otro de los actores fetiche del director angelino. Gwyneth Paltrow, sin llegar a deslumbrar, ofrece una de sus mejores actuaciones, otorgando un aire de sensualidad al personaje de la problemática Clementine, que nos remite a otros roles femeninos posteriores de Anderson, cargados de dudas y a punto de perder los papeles. Samuel L. Jackson cumple a la perfección encarnando a un vividor venido a menos que quiere aprovecharse de la situación. También hay lugar para un cameo muy divertido de Philip Seymour Hoffman interpretando a un memo ridículo que se burla de Sydney durante el juego de los dados en el casino.
Sydney es una joya semi-desconocida en la que Anderson estableció los diferentes elementos de su imaginería posterior. El resultado no es tan deslumbrante como el resto de sus trabajos posteriores, aunque ya les gustaría tener en su filmografía muchos directores veteranos una obra de semejante calado. Un filme que se disfruta aún más si se entiende como el preludio de la gran Boogie Nights (rodada un año después que Sydney) y sus siguientes trabajos.