Paul Schrader… a examen (VI)

El caso del director norteamericano Paul Schrader resulta para mi particularmente singular. Protagonista por méritos propios en la explosión mundial del Nuevo cine estadounidense de los años setenta del siglo pasado, merced a la escritura de películas capitales del movimiento —y en general de aquellos años— como las inconmensurables Taxi Driver y Toro salvaje de Martin Scorsese o las muy reseñables Yakuza y Fascinación de Brian de Palma, entre tantas otras, su carrera como director ha seguido diversos derroteros, que no siempre han dado la justa medida de su indubitado prestigio.

El inicio de su carrera como director no pudo ser más ilustrativo del talento que atesoraba. En la década de los años ochenta irrumpió en la escena autoral norteamericana con grandes films como Blue Collar, su debut en el terreno del drama social sobre la corrupción sindical y las condiciones de vida de los obreros del sector del automóvil, Hardcore, un mundo oculto, otra película seminal del periodo sobre la industria del porno y la estrechez moral de una comunidad calvinista estricta —como aquella en la que Schrader creció—, Mishima: una vida en cuatro capítulos, el film de culto sobre el célebre autor e ideólogo japonés, producido por Francis Ford Coppola y George Lucas, o el fenómeno taquillero American Gigoló. Sin embargo, su desarrollo en los años noventa e inicios de los 2000 se tornó más irregular, alternando películas de calidad contrastada (Aflicción), con unos cuantos fiascos que lo fueron alejando del favor de la crítica especializada y de buena parte de la cinefilia más exigente. No es menos cierto que en los últimos años está viviendo un hermoso renacimiento con su trilogía “Man in a Room” —y siempre escribiendo en un diario— formada por El reverendo, El contador de cartas y El maestro jardinero, en la que parece haber encontrado un espacio creativo y un dominio estético conectado con la esencia de su célebre ensayo El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer.

Pues bien, es en ese largo periodo intermedio, con más sombras que luces, pero quizá excesivamente silenciado, donde se enmarca la película que hoy nos ocupa. Touch, una sintética remisión en el título a los poderes sanadores por medio del contacto físico, es una tragicomedia amarga, producida el mismo año que Aflicción, con la que se podría afirmar que el cine de Schrader se mimetiza con los fenómenos “indie” más en boga. Y de ninguna manera admito que esta consideración sea necesariamente peyorativa. Aquellos años alumbraron un cine norteamericano que continuó rescatando determinadas obras y determinados autores mayores. Pero no es menos cierto que desde una perspectiva formal y tonal, hay una serie de denominadores comunes que se encuentran también aquí.

Más allá de estas valoraciones certeras, es igualmente irrebatible que todo el universo personal del autor se condensa, y diferencia su propuesta respecto a otras tantas. La obsesión compulsiva de Schrader por la disección de ciertos espacios socio-políticos semiocultos y éticamente depravados su país, intensificada con esa catarsis personal cíclica que se sustenta en la asunción de la culpa y la posible (o imposible) redención, así como su determinación en contraponer las terribles taras emocionales que las restricciones de su educación calvinista estricta suponen, encuentra aquí su ajustada horma en una fábula sobre el fenómeno de los falsos predicadores religiosos que tan certeramente retrató Richard Brooks en su magnífica El fuego y la palabra (Elmer Gentry, 1960). Pero desde su misma introducción dinámica, distendida y tipográficamente pop, el director se afana en introducir un tono analítico premeditadamente superficial y frívolo que dota a su relato, basado en una novela de Elmore Leonard, de una ambigüedad calculada, un halo postmoderno de vacuidad que donde en el film de Brooks era incendiario dramatismo de vodevil, aquí es trivialidad enmascarada.

Porque en la potente secuencia inaugural, en la cochambrosa sala de estar de una mujer ciega y perceptiblemente derrotada por el sistema y de su marido alcohólico que le acaba de propinar la enésima paliza, a la que accedemos desde la pantalla de su televisor —con programa sensacionalista y relevante en el devenir de la trama incluido—, se obra el milagro. Ante los ávidos ojos del pastor Bill Hill, en la piel de Christopher Walken, el contacto físico casi accidental de un hombre joven desconocido le devuelve la visión. Ese nuevo mesías se hace llamar Juvenal (Skeet Ulrich) y había acudido a la vivienda porque trabaja en el centro de rehabilitación cristiana al que acudía el agresor. A partir de ahí, todo el putrefacto engranaje de este submundo tan yanqui y tan sorprendente desde una mirada europea atea se pone en marcha para aprovecharse de los extraordinarios poderes sanadores del chico. Sustentada en una efectiva narración coral, una nutrida caterva de personajes despreciables entrará en escena: el director del centro al que acude el estafador en busca de rédito, interesado en preservar el don del chico a toda costa, el estereotípico y enfurecido líder de una organización cristiana ultraconservadora (Tom Arnold), la ambivalente ‹stripper› (Lolita Davidovich), a cuyo hijo enfermo de leucemia también curó Juvenal, o la aborrecible presentadora (Gina Gershon) del programa catódico con el que se prendió el relato. Todos volcados en la carroña salvo una mujer, Lynn (la desaparecida actriz fetiche de aquellas producciones, Bridget Fonda), que cambiará profundamente y se enamorará. Aunque introducida en la trama por su antiguo jefe Bill con intereses más que espurios, es en esta agente de grupos de rock más o menos gilipollas en la que producirá el auténtico milagro moral desde la autoconsciente mirada de Schrader, pues es ella la que actuará como sólido dique de contención contra todo lo demás, aunque al final nos parezca que no era necesario, que nuestro hombre-milagro estaba en realidad a salvo de casi todo. ¿O no?

En definitiva, nos encontramos aquí ante una obra menor de Paul Schrader, que aunque ciertamente alejada de sus cimas de los inicios o de los últimos tiempos, se reivindica como un artefacto sociocultural potente en su recreación de las miserias humanas desde un cosmos estilístico menos habitual en la trayectoria de su autor. Y, desde luego, se beneficia de un destacado elenco actoral.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *