Sobrevivir a Taxi Driver
Paul Schrader regresa en estos días a las salas de cine con El maestro jardinero (The Master Gardener, 2022), película por la que recibió un León de Oro honorífico en el pasado Festival de Venecia cuando fue presentada fuera de concurso. Historia que cierra una trilogía excelente —completada por las dos anteriores El reverendo (First Reformed, 2017) y El contador de cartas (The Card Counter, 2021)—, un ciclo que podría culminar un corpus fílmico —debido a los problemas de salud que ha expresado en estos últimos meses y que casi estuvieron a punto de costarle no finalizarla— marcado por un trayecto irregular y sinuoso. Un director cuya carrera parecía acabada desde hace varios años, rodeado de escollos para sobreponerse a su condición de maldito y obsesivo, señalado por consecutivos y sonoros fracasos. Tan alabado, como despreciado, sin embargo, renace de sus cenizas en los últimos seis años, regenerándose, acudiendo a sus “psicosis” de nuevo, esta vez con calidad. Recurre como un mantra insoslayable a esos personajes solitarios de antaño que parecen sacados del mismo molde, pero elevándolos, cuidándolos, arropándolos con sus propios y meditados guiones. Los revitaliza en contextos dispares entre sí, aunque con el nexo común del nihilismo, la introspección, la culpa, el remordimiento y la muerte en vida. Esperando, bajo un espartano y aséptico autocastigo vital amordazado en silencio, la oportunidad de despertar del letargo la llama que incendie y desate la tormenta de la redención.
Conocidos son sus comienzos como crítico de cine, guionista, su educación estricta calvinista, sus estudios de Teología o su pasión por Bresson, Ozu y Dreyer, plasmados en su famoso libro El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1972). No obstante, resulta necesario volver a estos datos para construir su carrera y trayectoria. Eternamente recordado por ser el magnífico guionista de Taxi Driver influido por La náusea, de Jean-Paul Sartre —entre muchas otras películas de prestigio dirigidas por compañeros de profesión—, por dar vida a un personaje memorable como Travis, con sus dudas, su nocturnidad y ambiente sórdido, o la violencia que desata. Pero 1976 queda muy lejos y, aunque eso denote la dimensión y alargada sombra de la obra maestra dirigida por su amigo Scorsese, de la que Schrader se siente muy orgulloso, no creo que oscurezca o anule aquéllas del crítico metido a realizador que son dignas de admirar y excelentes muestras de su cine tan personal, considerado de culto.
Sí que llama la atención cómo alguien que fue capaz de rozar la excelencia en Mishima: Una vida en cuatro capítulos (Mishima: A Life in Four Chapters, 1985), Aflicción (Affliction, 1997) o Posibilidad de escape (Light Sleeper, 1992), que destapó el submundo de la pornografía en la estupenda e hiriente Hardcore, un mundo oculto (Hardcore, 1979), o dio voz a los aplastados obreros de una fábrica en la cruda Blue Collar (1978) —con la ya mencionada reciente y estupenda trilogía con influencia de Bresson, Bergman o Dreyer— patinara en productos realmente nefastos, en forma y fondo, naufragara en proyectos indignos de alguien tan entendido en cine. Sólo encontraría explicación en lo que suele comentar en entrevistas sobre su condición de asumir continuamente riesgos, de caminar por el peligroso y afilado filo que lleva del fracaso al éxito o viceversa.
Lo que sí hay que reconocerle es su acertado propósito de dar el paso, tras años analizando el cine de otros, a poder crear el suyo. Hecho motivado por su concepción de que la crítica cinematográfica le parece un acto de autopsia, muerto, demasiado estéril; mientras que hacer cine deviene un proceso vivo, creativo, que crece, hallando en el rodaje el espacio donde encuentra la mayor satisfacción. Siempre ha considerado un desafío la trasposición de los códigos literarios a los visuales, tan dispares entre sí y paradójicamente complementarios.
Además, ha conseguido desenvolverse bastante bien por la periferia del sistema de Hollywood, estableciéndose en un sitio distinguido, sabiendo perfilar un cine con el que se ha ganado un puesto como cineasta de estilo, que se decidió por iluminar sus escarpados guiones con su especial luz o falta de ella acorde a los oscuros rincones humanos; creando atmósferas muy reconocibles, grises y propias.
Schrader argumenta que “hace cine corriente”, pero lo cierto es que siempre ha querido “robar” esos momentos de la obra de los mencionados incunables anteriormente y trasladarlos al suyo. La fascinación que ejerció en él el final de Pickpocket (1959), de Bresson, cuando era joven, con ese extático final que disipaba y elevaba la frialdad y asepsia del relato, le empujarían sin remedio a emularlo en American Gigolo (1980) —hasta él admite que quizá no era la película apropiada todavía para introducirlo—, Posibilidad de escape o EL contador de cartas, estando presente sin tanto énfasis en ese beso de The Walker (2007) a través de las rejas. Pero también le impulsaron a tratar de depurar su lenguaje y culminar trabajos exentos de florituras.
Su cine camina por la sordidez, el fatalismo, genera un biotopo sucio bastante identificable, nos presenta sin filtros la decrepitud de los inframundos urbanos, ambientes marginales, el sexo o falta de él siempre presentes, sin eludir las escenas de violencia y escenarios dantescos en algunos casos. Sus personajes favoritos son hombres perdedores, taciturnos, enfangados hasta las cejas por pasados lacerados, por sentimientos de culpa insalvables, que ahogan sus ansiedades escribiendo como el personaje central de la película Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), de Bresson. Que experimentan una evolución y metamorfosis provocadas por algún detonante hasta alcanzar la redención sin importar el cómo. Una especial forma del director de exorcizar sus demonios de forma insistente, obsesiva e impenitente, con su carga moral y continuas subidas y bajadas a los infiernos. Pero Schrader cuenta en su filmografía con la polarización también de la sofisticación, de mujeres luminosas que curan, de creación de espacios barrocos que esconden traumas, traiciones de las altas esferas, estatus que también le interesa y fascina, por la astuta psicología de sus personajes o aquéllos que quieren ascender socialmente al precio que sea. Y también exhibe una constante búsqueda del “milagro rosselliniano”, ese final que compense lo proceloso del trayecto y culmine en un cine alejado del “realismo psicológico”, esclavo de la identificación emocional del espectador, apelando a la fe de éste para darle sentido. En definitiva, acercarse a ese estilo trascendental, elevado y espiritual que tanto admiraba y estudió en Bresson, Ozu o Dreyer. ¿Estaría Paul Schrader en su propio Diagrama del cine de autor? ¿Podría compartir espacio con todos aquellos cineastas que ubica en diferentes coordenadas?
Querría detenerme un poco en una de mis preferidas de él, la fabulosa Posibilidad de escape, que supuso en los noventa el primer resurgimiento después de alguna película fallida y otras poco entendidas como El placer de los extraños (The comfort of Strangers, 1990), quizá para mí, por algún error de casting y una atmósfera más lánguida y menos habitual en él. Posibilidad de escape es considerada por Schrader su película más personal, más especial y eso se aprecia en cómo es mimada. Sus personajes, a pesar de habitar espacios normalmente peligrosos y hostiles como es el mercado de la droga, son presentados con sus ambigüedades, alejados del arquetipo de delincuencia, amoralidad, violencia o muerte asociado normalmente a este tipo de historias. Schrader “desentona” en la descripción de la cabeza de la red del narcotráfico, Ann, una mujer (Susan Sarandon) con clase, bella, rodeada de colores cálidos, instalada en una casa barroca, casi sofisticada, a la que se le intuye nobleza y trato de confianza con sus dos asalariados.
Uno de ellos es Johnny LeTour (Willem Dafoe, con el que repetiría en numerosas ocasiones), piedra angular de la historia, del que poco a poco iremos sabiendo de su existencia y pulsiones en una progresión dramática muy bien escrita y planteada visualmente que va tirando de la madeja.
Vamos observando que los estratos sociales por los que se mueven tampoco son los comunes, locales irrespirables o de adictos tirados por las calles. No, LeTour se desplaza en limusina con chófer, trata y vende su mercancía a personas bastante acomodadas en ambientes de lujo. Con una ingenuidad buscada y meditada, Schrader dibuja personajes con ética, que se preocupan por los demás, que quieren abandonar el “oficio”, que ganan lo suficiente y no quieren ambicionar más. Que desean pasarse a negocios limpios, huir de lo luctuoso y jubilarse. Honestos y fieles cuando hay adversidad.
Sin embargo, como en todo relato de este director, se encuentra latente un gran iceberg de pesadumbre debajo de la superficie que exhibe Johnny y del que es imposible desprenderse. Un mar de fondo existencial que intenta paliar con su escritura nocturna en noches de insomnio ahogadas en abundante alcohol, único estimulante y a la vez anestésico que se permite después de su rehabilitación durante años de salvaje drogadicción. Paradójico y mágico que la venta de droga cure a un drogodependiente. El encuentro fortuito con su pareja durante una década, también adicta a las drogas, desencadena un efecto dominó irremisible arrodillado ante un destino escrito con sangre. LeTour cree encontrar su oportunidad, escapar del territorio baldío y con desafección donde está afincado, agarrarse a la resurrección del amor. Busca con su mirada limpia, aún con algún resquicio de ilusión, llegar a los escépticos ojos de Marianne. Un primer encuentro bajo la lluvia, con una ciudad gris inmersa en una huelga de basura durante días que apesta, una conversación con un pilar entre medio o un beso en un largo y frío pasillo de un hospital, no parecen ser demasiado halagüeños. Ni la luz azul, ni el espejismo amoroso con esencia de irrealidad y delicado lirismo visual podrán esquivar el infortunio que le fracturará del todo. Johnny LeTour deberá aprender de nuevo y esperar el posible milagro in extremis que pueda recomponer sus añicos.
Cine seco el de este director, hiriente, que traspasa la epidermis, nada maquillado. Que ha ganado en depuración, haciéndose cada vez más estilizado y dejando una huella identitaria. Con una puesta en escena muy cuidada, una narración visual que expresa con su cromatismo y la constante presencia de música los estados emocionales de forma muy personal, casi onírica y sublimada. Que alterna inmundicia y excesos con espiritualidad, exaltación violenta con refinación, combinaciones difíciles de imbricar, pero de las que sale airoso. Cine que, obviando los mencionados fracasos, confirma su buen estado de salud cinematográfica en el presente, que concentra en la última un acabado luminoso, cuidado, más despojado que de costumbre, más elíptico, muy pausado. Más cercano en austeridad que nunca a sus preferidos y que me sigue provocando emoción, algo fundamental para mí. Fluido y sosegado, hasta con optimismo, se podría decir. La fiera que se atrevió a filmar un remake en 1982 de algo tan intocable como La mujer pantera (Cat People, 1948), de Tourneur, se ha ablandado y apaciguado. Su personaje epicentro no es tan solitario, busca la esperanza en la belleza de las flores, es muy asceta, menos violento que los anteriores y sin tantas capas que escudriñar. Como si Schrader presintiera que fuera su canto del cisne, con el que no podría rematar mejor su carrera cinematográfica.
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”