Después de pasearme a lo largo de día por las dos primeras películas dirigidas por Paul Schrader, y sin querer inmiscuirme en sus Scorsese o su evolución final hasta El contador de cartas, motivo por el que me encuentro aquí delante de este papel vacío y virtual, puedo señalar que Schrader sabe aprovechar su condición de hombre blanco del medio oeste para sacar todo el partido posible a sus protagonistas.
Aunque en Blue Collar diversificaba su visión sobre un mismo tema a través de sus tres protagonistas, siendo belicoso, traicionero, reivindicativo o asustadizo según la historia lo requiriese, en Hardcore (con la apuesta en el título español por la muletilla Hardcore, un mundo oculto) sacó un nervio, también oculto, donde hacía temblar los cimientos de cualquier hombre honrado.
Tras conocer a la familia que rodea a Jake VanDorn en un día de Navidad, un hombre religioso, entregado a su trabajo en una fábrica de muebles y conciliador con su comunidad, Schrader nos regala una escena clave para conocer a este personaje, deslumbrantemente interpretado por George C. Scott. En una parte de la fábrica, hay un stand con algunos muebles representativos bajo un cartel azul «Pavonino» donde se puede leer VanDorn. En ese momento entabla una conversación con la creativa que ha realizado el trabajo. Él muestra sus dudas sobre la fuerza del color, ella dice que ha trabajado duro, pero si no está convencido puede rebajar el tono. Él habla de esa fuerza, de la necesidad de enfocar el tono sobre el mobiliario, niega que deba cambiarse, desea explotarlo. Tras el consejo de seguir con el hombre con el que mantiene una relación, porque él lo considera ideal —a todas luces un comentario inapropiado, pero muy perfilado con el tono al que desea llevar el director la conversación— ella dice que debería rebajar el color, y él dice algo parecido a «bien, si crees que es necesario…».
Aunque parezca algo trivial, un simple acercamiento al empresario antes de centrarnos en el taciturno hombre de familia, es clave esta mirada hacia la intransigencia innata de quien lo tiene todo bajo control. En unos minutos, y sin que parezca decisión suya, ha conseguido mantener su idea primitiva, esclava de su vida lineal, ajena a ese aspecto arrollador que citan cuando se refieren al color. Aunque también tiene algo del resquemor de todo creativo cuando se enfrenta al veredicto de quien pone el dinero, y aquí Schrader, como guionista, se habrá encontrado en el papel de esta mujer más de una vez.
Circulo por esta escena que nada tiene que ver con los caminos que deberá tomar VanDorn porque me interesa el modo en que se recrea con sus personajes masculinos. Sabe redirigir los infiernos personales, sabe focalizar el mal de toda una humanidad sobre una sola persona, sabe romper los esquemas y creencias para que la redención siempre consiga sorprendernos y aprovecha lo que realmente conoce para darle forma.
Algo que define perfectamente Hardcore es su música, que llega a ser más significativa que cualquier estado de ánimo. Desde los cantos religiosos al rock disidente, eleva el sonido al ritmo de los escenarios. En algún momento el protagonista dice sentirse siempre en la misma habitación de motel, pero Schrader sabe distinguirnos cada preciso instante a través del sonido, como un hilo conductor que, sin darnos cuenta, nos mantiene alerta para comprender mejor la situación. Es curioso que esta familia tan devota surja de Grand Rapids, ciudad que vio nacer al realizador. Fantaseo con una necesidad de romper lazos y agraviar la beatificación del americano medio que desconoce lo que ocurre más allá de la frontera que delimita su ciudad. Puede que nada tenga que ver, pero Hardcore es realmente dura con quien idealiza mantener a ralla cualquier anomalía en la conducta. Coge a un padre que solo tiene a su hija y se la arrebata, hundiendo sus posibilidades de encontrarla en el profundo charco del cine pornográfico en un momento en que nadie sabía, conocía, veía aquello que acababan de legalizar.
Así vamos saltando de una ciudad de Michigan donde hay papel pintado en las paredes, tazas de té ornamentadas y trajes a medida a una California de neones, desnudez y falta de modales. Es como aprovecha para metamorfosear al hombre recto y temeroso de Dios (se insiste mucho en los albores de su religión y en la prometida redención final) en un padre dispuesto a todo para ofrecer a su hija la vía libre para volver al rebaño. VanDorn pisa el cálido infierno desde el momento en que, sin ningún reparo, nos muestran dónde se ha metido su hija desaparecida, y ante la posibilidad de la obligación y la manipulación de su pequeña, vemos cómo a la fuerza se adapta a un mundo donde hay que golpear fuerte en la mesa para hacerse oír.
Ya no solo en actitud, VanDorn muta físicamente para ser uno más de los seres que pasan desapercibidos en un mundo que le sobrepasa en todo momento. Somos conscientes de su desesperación y la violencia que va atrayendo parece querer justificar esa pérdida de un horizonte donde él era el poderoso con pocas palabras. Vemos a su familia en un extremo, ajena a lo sucedido, y también contemplamos cada centavo derramado en una investigación personal e ilimitada de la sordidez con la única motivación de la esperanza. Una esperanza que no promete un final feliz, pero que hace que mantenga el tipo.
Ajena a cualquier sentimiento de empatía por este pobre hombre al borde de un ataque de nervios, Hardcore es una película espectacular, donde Schrader demuestra que sabe cincelar a sus protagonistas en oro para romperlos luego en mil pedazos sin dejar en ningún momento de construir escenarios, personajes, situaciones que alimenten a ese lobo hambriento en que se convierten sus historias. No hay espectáculo, pero sí un enganche irremediable por saber hasta qué punto se puede desgastar a un hombre sin que nos salpique la miseria. No necesita nada más que el vil sueño americano hecho añicos para celebrar una y otra vez la sordidez de una sociedad marchita que sabe seguir funcionando en conjunto, aunque de cerca, unitariamente, dé tanto miedo.