Rezo Gigineishvili dio un volantazo a su cine cuando decidió dejar de lado las comedias románticas, y es que el director georgiano ha puesto el punto de mira en los últimos estertores de la URSS desde que empezó a despuntar en festivales europeos con Rehenes (2017). En Patient No. 1 se toma en serio lo de las simetrías dialécticas para enfatizar lo del aliento final de una dictadura al compararla con los últimos esfuerzos por vivir de un líder dictador. Como hijo de ese viraje político que en los noventa disolvió la Unión Soviética en diferentes países (para él su Georgia natal), Gigineishvili intenta reproducir una austera comedia sobre finos filamentos políticos sostenidos en una única figura que podría extrapolarse a un sinfín de países. Al fin y al cabo, viendo la película es imposible no pensar en Francisco Franco Bahamonde agonizando más tiempo del necesario ante la incertidumbre del lugar al que se podía dirigir todo aquello que él mantenía únicamente por seguir respirando a duras penas.
Pero Patient No. 1 nos traslada a un hospital concreto en el que pasa demasiado tiempo el Secretario General con la exclusiva intención, más por parte de su equipo que por la suya propia, de alcanzar la inmortalidad. Ese cuerpo enjuto y arruinado es un claro ejemplo de una forma de ejercer la política y de su, en ocasiones, necesaria extinción. Dentro de unos inmensos escenarios eminentemente ‹soviets› —siempre me ha parecido fascinante la arquitectura que generaron, tan diáfana y futurista como tristona— envueltos de un gélido exterior acechante y a la vez parsimonioso, una enfermera joven y aparentemente anodina se ve elegida tras exhaustivas entrevistas para cuidar a un paciente muy exclusivo. Gigineishvili no da un paso en falso en esta alegoría política donde la crítica es más afilada cuanto mayor tiempo toma para hacer avanzar los acontecimientos. Una doña nadie haciendo lo imposible por mejorar la salud prácticamente inexistente de la única cara visible del Estado, la nada soportando el peso de un grupúsculo de países a punto de seccionarse en cuanto la respiración asistida falle, sabiendo con total certeza que nadie agradecerá sus gestos.
En este proceso en el que todos conocemos el final, el director fabula con los movimientos que envuelven al anciano y a la enfermera. Él es el hombre que niega su propio estado de salud con autoridad por momentos marchita y ella es el pelele que todos quieren mover a su antojo para hacer llegar su mensaje hasta el hombre que no puede partir dejando sus planes a medias. Todo el mundo dice que no hay nadie que sea realmente imprescindible, pero es obvio que mientras alguien tiene el poder de realizar algo en concreto, se intenta exprimir hasta la última gota de su energía. Así nos encontramos con un señor rancio y enfermo que contamina la imagen completa de la película: todos los colores que acompañan a su fotografía forman parte de esa enfermedad, ese olor a casi muerto atraviesa la pantalla en cada escena y magnifica la significancia de un posible desenlace fatídico. Combina esto con la falsa sensación de Sasha (así se llama la enfermera) de libertad fuera del hospital, con los nuevos estímulos que recibe y que la llevan a mostrarnos una absoluta y pasmosa indiferencia frente al cambio que la sociedad en la que vive puede experimentar ante la falta de su generalísimo.
Intrigas palaciegas, movimientos políticos desafortunados, maquillaje cuarteado con el que disimular la fatalidad de los hechos y mucha, mucha calma van formando esta pantomima sobre las dos caras de una misma moneda, donde el humor es rancio y prácticamente imperceptible, aprovechando ese estatismo en el que se cimentaban los últimos días de la URSS (o cualquier otro país en el que perder al líder era síntoma de perder el poder). No se trata Patient No. 1 de una película inolvidable, pero sí de una afiladísima crítica al pasado que combina a la perfección con la actualidad demostrándonos, una vez más, que alimentamos a los mismos monstruos como diferente máscara una y otra vez, reconociéndolos como líderes absolutos y viendo cómo ese poder absoluto se vuelve putrefacto e infeccioso, necesariamente compacto y, con el tiempo, imposible de despegar del mandato del pueblo. Rezo Gigineishvili ha mirado atrás de una forma abstracta e imaginativa para crear su propio thriller sin necesidad de salir de las paredes de un hospital de Moscú cualquiera, y aunque la sentencia a muerte estaba adjudicada, el director solo viene a decirnos que el fantasma nos sobrevuela diariamente.