Un conductor de autobús, poeta aficionado en sus ratos libres, vive junto a una ecléctica artista en la ciudad de Paterson, Nueva Jersey. Un punto de partida desde el que se podría comenzar a elaborar una historia cómica sobre tan presumiblemente graciosa pareja. Pero las apariencias se sobreponen a los sueños, y la realidad supera ambas esferas. La vida de Paterson, como así se llama el protagonista, tiene poco de sorprendente. No por algo sus rimas versan sobre aspectos poco llamativos como una caja de cerillas. Laura, a pesar de esbozar un semblante alegre, tampoco tiene una meta clara más allá de dedicarse a la pintura, escultura, música o la rama del arte por la que de repente quiera trepar. Juntos representan, al mismo tiempo, lo mundano y lo satisfactorio de la vida, cómo con pocos recursos y motivaciones se puede seguir adelante siempre que se posea un gran corazón.
En efecto, esta es una historia digna de ser escrita y dirigida por el gran Jim Jarmusch. El hombre que nos hizo empatizar con modernos samuráis, presidiarios, taxistas o vampiros, nos desvela con Paterson una historia a priori más comedida que la de sus trabajos anteriores, pero que mantiene las líneas básicas de su espíritu cinematográfico. Hasta aquellos personajes que parecen ser ridículos y marginales en medio de un gran mundo tienen su sentido existencial, su carisma, sus propósitos en la vida.
La voz de Adam Driver repitiendo una y otra vez los versos escritos por su personaje impregna casi cada secuencia de Paterson. Por la pantalla vemos la rutina diaria de una semana cualquiera en la vida de este hombre. Paterson desayuna en casa, escribe sus versos mientras espera a que le den el OK para arrancar el autobús, cumple con su jornada laboral, regresa a casa, saca al perro, se toma una cerveza en el bar y finalmente vuelve al hogar. Día tras día, esa es su hoja de ruta. Pero incluso una existencia así tiene ciertos momentos fuera de lo común, tanto en el trabajo como fuera de él. Encuentros inesperados y sobresaltos salpican ciertas escenas de la película y nos empujan a ver el lado más humano del protagonista.
Descrito de esta forma, todo parece carecer del componente sugerente que un film necesita. Sin embargo, la realidad es justo la contraria —en manos de Jarmusch, difícilmente podía ser de otro modo—. Paterson es una película llena de vida. Cada minuto está rodado con gusto y sentido, con una sensibilidad especial que no separa lo inusual de lo rutinario porque ambas cosas existen y merecen ser descritas. Lejos de resentirse el ritmo de la obra, esta es una característica definitoria de la misma. Sin prisa pero sin pausa, sin trivialidades pero tampoco con excentricidades, la película va abriendo su corazón y nos desvela una historia pura y honesta.
Seguramente haya quien intente catalogar a Paterson dentro de la filmografía de Jarmusch con el trillado apelativo de “trabajo menor”. Bien es cierto que esta obra no llega a la altura de sus películas más reconocidas (sobre las que, dicho sea de paso, tampoco parece haber consenso) y que el propio carácter de la cinta invita a plantear todo desde una esfera minimalista, pero Paterson posee un carisma que le hace ser un ente propio dentro del mundo jarmuschiano. O, dicho de otra manera, el film posee un innegable sabor a su cine sin necesidad de que el director pretenda dejarlo claro a cada instante. Bajo un planteamiento que no pretende buscar grandes alardes, la película consigue afirmarse como una de esas pequeñas y gratas obras frente a las que es imposible no terminar esbozando una sonrisa en boca y alma.