Patagonia (Simone Bozzelli)

¿Importa la distancia exacta que existe entre Italia y Patagonia? No cuando apenas llegas a los 20 y desconoces el mundo más allá del final de la calle donde vives. No cuando fantasear es una forma de vida válida dentro de tu burbuja. No cuando el amor se reafirma como ciego. No para el protagonista de Patagonia, debut del italiano Simone Bozzelli, que se aferra a la creencia de encontrarse a la vuelta de la esquina para seguir adelante.

Bozzelli traza una de esas historias tan aferradas al cine italiano actual, donde las periferias y la pobreza se convierten en un entorno apropiado para la magia, resaltando la belleza de la cotidianidad y la fantasía de los abandonados por la sociedad. Yuri, un joven que desconoce de las complejidades de la vida, arropado por un matriarcado que le protege, sin definir todavía un posible futuro se encuentra con Agostino, un payaso de pelo naranja, tatuajes y ‹piercings›, de ojos con un azul donde es fácil sumergirse, que sabe descolocarle desde la amable sonrisa al acto ridículo más molesto que uno pueda imaginar (al menos en esos momentos en que no abandonas la adolescencia). Yuri queda atrapado en ese océano y a la vez en esa dinámica pasivo-agresiva que le era ajena hasta el momento.

Patagonia transcurre así por las orillas de la Italia más glamurosa, de repente se ilumina en escenarios desérticos, terrosos y calurosos, siguiendo una sensación pegajosa y sucia, propia de los arrebatos que quiere recalcar Bozzelli mediante sus dos personajes principales. A medio camino entre la ‹road movie›, el romance y la ‹coming of age›, la película nos acerca a escasos centímetros de los rostros de los implicados para ser conscientes de cada músculo de los mismos, haciendo más hincapié en lo que sienten que en lo que son capaces de decir.

El cascarón de Yuri se quiebra rápido frente al ciclón Agostino, un tipo de personalidad arrolladora frente a un joven todavía por modelar. El entorno idílico se genera entre un puñado de autocaravanas que bordean una ‹rave› clandestina donde el más joven se funde con estímulos totalmente desconocidos para él. Es aquí donde el pulso interpretativo toma forma entre la apariencia dulce e inocente en que avanza Yuri y el descaro impredecible de Agostino, consiguiendo retroalimentarse en una relación imposible donde pequeños detalles equilibran las vejaciones. Un perfecto universo donde la incomodidad se mantiene a través de la ceguera mutua.

Y es que la película bebe de su propia intensidad, por lo que ese continuo desequilibrio en las maneras que utilizan sus protagonistas, ajenos a cualquier estructura social, representando esa cara B de Italia y sus habitantes, es capaz de seducirnos oscilando en la incomodidad y la fascinación por la facilidad con la que se prestan estos dos hombres a sus propios impulsos. Las jaulas van más allá de los animales y la dominación supera cualquier valor contractual en una historia donde es posible girar las tornas para demostrar que el afecto no tiene límites frente a lo desconocido, y que las promesas vacías son suficientes para alimentar un sueño. Patagonia está marcada por la piel, el sudor y la vergüenza, con un desarrollo impactante que funciona únicamente al contemplar las mil caras que son capaces de representar dos amantes furtivos (parecen nacidos para sus papeles Andrea Fuorto y Augusto Maria Russi) no tanto entre ellos, sino como respuesta a una vida que ha visto cómo queda suspendida en el tiempo, donde la dependencia acaba olvidándose de la unilateralidad. Patagonia es calurosa y predecible, pero esos mismos elementos la convierten en una ‹rara avis› en la que merece la pena perderse.

Podéis ver Patagonia en Filmin:

https://www.filmin.es/pelicula/patagonia

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