Louise es una viuda joven preocupada por mantener a sus dos hijos y la casa. La hipoteca y el descenso de ventas en su puesto de frutas del mercadillo la tienen en vilo. Hasta el día en que atropella a Pierre, un hombre al que cuidará en principio para que él mismo sea después el ángel de la guarda de ella y su familia. Al resumir de esta forma el argumento del quinto largometraje en la filmografía del francés Éric Besnard, se pierden todos los matices de una obra apreciable aunque no sea redonda, así que lo mejor será comprobar algunos ingredientes que consiguen el sabor de las maravillas, o Le goût des merveilles, tal como se titula en su país de origen. Quizás en España a los espectadores nos llame más la atención un título culinario de cocina preciosista, como sucede en este caso, en lugar de uno más lírico, como se estrenó en el país galo. Puede ser beneficioso para conseguir un público que recuerde con agrado Como agua para chocolate, Deliciosa Martha u otros films románticos con base gastronómica. Sin embargo, a pesar de cierta mezcla genérica entre el drama y del humor en el film actual, Pastel de pera con lavanda se desmarca de esta corriente centrada en el gusto y navega más por sentidos como el del tacto, la vista o el sonido.
La película comienza con un baile de puntos coloristas que danzan en pantalla y que, gracias al enfoque mediante zoom descubrimos que son las piernas y la falda de la protagonista, de camino hacia el mercado, en una mañana radiante. Este principio tiene una justificación narrativa y sobre todo audiovisual, durante varias secuencias posteriores, vinculada al personaje de Pierre, un treintañero solitario, afectado por el síndrome de Asperger, que nos intriga con su forma de sentir y controlar el mundo que lo rodea. Esta puede ser la primera razón para darnos cuenta de que no nos encontramos ante otra comedia romántica al uso, sino ante un trabajo bien planteado desde su guión, con unas reglas de juego que parecen convencionales en cuanto al género, aunque sean más coherentes de lo acostumbrado. Y sobre todo por la capacidad de dar una vuelta de tuerca a esos mecanismos rutinarios para lograr una comedia romántica que, irónicamente, ni es cómica ni tampoco amorosa. O al menos motiva la sonrisa y alegría con naturalidad, sin forzar la carcajada o las situaciones estudiadas para despertarla.
Un autor como Éric Besnard es desconocido prácticamente en nuestro país, igual que otros profesionales contemporáneos suyos franceses. En este caso resulta curioso ya que sus anteriores películas, rodadas con repartos conocidos internacionalmente, no se han estrenado más allá del DVD o algún pase televisivo. Sorprende además por tratarse de producciones comerciales bien terminadas con diferentes resultados, que tampoco engañan. Por ejemplo Cash, su segundo largo, con un reparto encabezado por Jean Dujardin antes de la famosa The artist; Valeria Golino y Jean Reno en una historia de estafadores, trampas, acción y humor, una producción de las que luego les gusta vampirizar a los norteamericanos. Besnard lleva más de veinte años trabajando como guionista y también escribe o coescribe las obras que realiza. Esta profesionalidad se aprecia en la estructura y desarrollo de sus historias, sin elementos sueltos al azar y con dominio en la consecución de los actos y los puntos de giro o de interés. Da la sensación de tener bien cerrado el guión antes del rodaje, pero también de buscar formas diferentes de dar un remate visual a lo que narra en pantalla. En esta ocasión destacan el uso de los efectos especiales y fotográficos para plasmar imágenes que resultan bonitas sin exagerar esa belleza, sino encajándolas en la lógica realista de la fábula. De hecho otro de los puntos fuertes en la escritura de la película es la adecuación de los elementos propios a los cuentos, gracias a personajes como el sabio, la princesa, su hada, el caballero, los enanos o animales que ayudan a los protagonistas y por supuesto el ogro. Sumando las situaciones propias de esta literatura, para desestructurar después todos estos factores y que lo que veamos nos recuerde lejanamente esas narraciones, sin llegar a ser esos relatos. También hay que mencionar la importancia de la banda de efectos sonoros que consiguen trasladarnos a los pensamientos y sensaciones de Pierre.
Pastel de pera con lavanda se disfruta porque el resultado final es el de una pequeña pieza sin ambiciones metafísicas ni dramáticas. Interpretada por una pareja cuya química impredecible, funciona bien en pantalla. Aunque podría recordar a personajes similares como el de Raymond encarnado por Dustin Hoffman en Rain Man, pero que en este film el actor curtido en la Comédie Française, Benjamin Lavernhe, trabaja en un registro más suave y cercano. Al film se le puede objetar cierta abundancia de esos planos detalle que muestran manos rozando las espigas y los matorrales en el campo, imágenes similares a las de films de Terrence Malick, Kieslowski o Ridley Scott por citar a varios, así que la originalidad no es privilegio de nadie. Pero lo que no se le puede reprochar es que, en cuanto al amor, el film presenta una relación entre adultos dispares por sus personalidades, capaces de simpatizar y empatizar, incluso de enamorarse. Por fortuna no en esta película, un buen motivo por el cual el tono meloso y las escenas cursis no aparecen en la pantalla.