Lo más curioso de Passion simple es lo que su título parece indicar y lo que la propia película parece contradecir. Y es que más allá de la descripción gráfica de lo carnal, de la pasión desenfrenada y la obsesión que se deriva de ella, hay ciertos amagos de reflexión al respecto, intentando desmentir el puro instinto en favor de un estudio intelectualizado del mismo.
Lo problemático, sin embargo, se encuentra precisamente en que todo se queda en eso, en amago, en descripción procesal y listado de consecuencias negativas sin una verdadera investigación al respecto. A partir de aquí asistimos a una narración muy física, que da preminencia a la piel y a la destrucción de la estabilidad emocional y familiar a través de lo que acaba por devenir obsesión irracional.
En este proceso la mirada que proyecta Danielle Arbid a través de su protagonista (una magnífica Laetitia Dosch) resulta tan unidireccional como, en algunos momentos, preocupante. No solo está esa idea de la víctima femenina, del sexo débil incapaz de controlar sus impulsos, sino que describe los peores clichés al respecto: el gusto por la literatura romántica de supermercado, el abandono de la familia y la pérdida del interés por lo profesional. Todo ello agravado por esa imagen de vida idílica burguesa (y por tanto aburrida) arruinada por unas necesidades de aventura que se convierten en adicción. Y no, no es que eso no pueda ocurrir, es que se sencillamente la película se aferra al ejemplo más pernicioso.
Tampoco sirve la coartada de la presentación de lo masculino como tóxico con todos los atributos más perniciosos subrayados y exagerados. Al fin y al cabo, por transferencia acaba por poner en una posición más débil a lo femenino. Tampoco ayuda una banda sonora que trata de ilustrar los estados de ánimo de la protagonista convirtiéndose en una muestra vulgar de subrayado de lo pop como banalizador de emociones.
La sensación es que a Passion simple le sobra piel y le falta misterio e insinuación. Las preguntas quedan todas en el aire y la respuesta implícita no es precisamente la incapacidad de explicación del fenómeno, sino un turbio “ya se sabe, es lo que hay, es la condición humana (en lo masculino y en lo femenino)” que resulta cuando menos inquietante.
Estamos pues ante un producto que viene disfrazado de seriedad, empaque y sesudo estudio de las bajas pasiones pero que a la postre resulta un catálogo de dolorosa moralina que pone sobre el tapete una visión casi reaccionaria del juego sexual. La igualdad brilla por su ausencia en favor de un sesgo genérico que transfiere la idea de la ‹femme fatale› a lo masculino y deja la feminidad en una suerte de vacío temporal donde existe una modernidad de fachada con el retrato de una profesional de éxito que subraya una y otra vez que sigue haciendo su vida, pero es incapaz de controlarse. Algo que incluso podría ser aceptable si fuera desde un punto de vista de empoderamiento del propio cuerpo y deseo pero que se cierra con la imagen de la pasión femenina como una enfermedad incurable, como una herida que no puede dejar de sangrar.