El arte de hallar trascendencia en el pequeño espacio íntimo de sus personajes es una de las grandes habilidades de John Sayles. En Pasion Fish, uno de los pocos títulos de superación personal reivindicables que nos brindó el cine de los años 90, el director escribe, monta y dirige una sencilla historia que desborda humanidad y realismo. Y a pesar de su transparencia, dicho trabajo también destaca por la brillantez de su planificación y puesta en escena. La dirección de actores y su posterior exaltación mediante una cuidada elección de encuadres (junto a un impecable montaje) es otra de las grandes habilidades del director. Es de justicia remarcar —digámoslo todo— que el trabajo de John Sayles quedaría cojo de no contar con las imponentes interpretaciones de Mary McDonnell y Alfre Woodard. Pero aun así, el mayor reconocimiento debe llevárselo John Sayles por su tercera habilidad: la de interferir en tres de los departamentos principales (dirección, guión y montaje) para homogeneizarlos y reivindicar la personalidad de una historia que nace en el imaginario de un autor inimitable.
Esta unanimidad, esta armonía con que se relacionan los departamentos, permite a la película desarrollarse con plena naturalidad y a un ritmo que, si bien es tranquilo, no resulta en absoluto lento ni reiterativo. Cada plano ofrece algún tipo de información, cada secuencia nos transmite un nuevo detalle acerca de la vida y personalidad de los personajes. Y ahí es donde encontramos, precisamente, uno de los grandes placeres del visionado de esta película: descubrir Passion Fish es casi como hacer nuevos amigos. Vamos conociendo las intimidades y el pasado de los personajes mediante situaciones que en un principio nada tienen que ver con todo ello, pero que indirectamente remiten a ciertos aspectos de su vida. Su personalidad es tan llena y su caracterización tan consistente que da la sensación de que podríamos estar años descubriendo nuevos detalles sobre ellos. Es esta complejidad de caracteres y la sensación de que tan solo vemos la punta del iceberg la que permite a John Sayles desarrollar un hermoso juego de espejos en donde la condición de protagonista salta de un personaje a otro.
Parece casi imposible que dos películas tan sumamente distintas partan de una premisa tan idéntica: el personaje socialmente marginado y físicamente saludable tiene la oportunidad de penetrar en el apartado emocional del personaje socialmente bien posicionado y físicamente disminuido. Pero así como en Intocable los directores Olivier Nakache y Eric Toledano recurrían a la comedia para reivindicar la multiculturalidad desde un punto de vista más bien simplista, en Passion Fish John Sayles rehúsa todo acercamiento a ningún tipo de género para diluir las diferencias raciales y culturales en un mar de emociones en donde prima la humanidad. Si bien es cierto que el detonante de la historia se da con el accidente (y posterior minusvalía) de May-Alice, acaba siendo su cuidadora Chantell la que vive un profundo crecimiento personal. Es mediante este intercambio de roles que el director diluye (como decíamos) las diferencias raciales y convierte a las dos protagonistas en compañeras de viaje con destino compartido. De ahí el hermoso plano final con que el director cierra su película, tan sugerente como estéticamente bello gracias al igualmente reivindicable trabajo del brillante director de fotografía Roger Deakins.