En El sirviente, Joseph Losey planteó la venganza del proletariado sobre la clase dirigente a través de la dominación silenciosa que ejercía el sirviente del título sobre el hombre que le tenía empleado. Ese taimado personaje que tan inquietantemente interpretó Dirk Bogarde entendía que la reversión de roles y la redistribución del poder (a través de una sofisticada estrategia de manipulación) era, en el fondo, una postrera forma de justicia que permitía a los oprimidos vampirizar la sangre de los opresores, asumiendo, en última instancia, idénticas función y condición sociales. El discurso era perturbador en tanto que el personaje no pretendía tanto anular el poder del amo como apropiárselo, una idea que habla del potencial corrosivo inherente a toda ambición de autoridad. Esta misma reflexión parece sobrevolar Pasos en la niebla, poco conocida incursión en el cine british del eficaz Arthur Lubin (recordado fundamentalmente por dirigir los vehículos cómicos de Abbott y Costello) y rodada ocho años antes del film de Losey. En ella, dos personajes provenientes de estratos sociales bajos (brillantes Stewart Granger y Jean Simmons) utilizan tácticas mezquinas para asentarse en la alta sociedad. Lo interesante es la forma en que dichos personajes son presentados en el relato: Lubin no permite que vislumbremos ni un átomo de bondad en ellos (bondad que, se intuye, debió existir antes de que el ansia de poder los envenenara irremediablemente), si bien esto no es óbice para que no podamos comprenderlos, pues su humanidad emana precisamente de sus míseros sueños de grandeza. De forma bastante arriesgada, ambas figuras aparecen por primera vez ante nuestros ojos con la inocencia ya perdida, corruptas criaturas que se desafían mutuamente reconociéndose en su bajeza. Lubin trazará durante toda la película un tenso juego psicológico sostenido sobre la química que mantienen estos dos seres demasiado parecidos entre sí, llenando la pantalla de turbiedad y un perenne halo de amenaza y fatalismo, donde la desgracia parece pender de un hilo.
Por otra parte, a través de esta formulación narrativa elegida por Lubin y sus guionistas, la película nos permite sacar una lectura reaccionaria que, por ello mismo, resulta un tanto incómoda. A diferencia de en El sirviente, donde primaba siempre la ambigüedad, la complejidad y la riqueza psicológica, en Pasos en la niebla puede sugerirse la idea de que las clases sociales son (y deben ser) elementos inamovibles e impermeables al cambio, de ahí que los protagonistas que anhelan alterar su nivel social sean contemplados como elementos peligrosos dentro del sistema, seres de naturaleza retorcida y fondo negro como la pez cuyo atrevimiento debe ser severamente castigado, mientras que los personajes pertenecientes a las clases pudientes aparecen retratados sin mácula alguna. Más allá de esta posible defensa del statu quo (que no digo que exista como tal, pero que servidor sí percibió ligeramente), lo cierto es que la película resulta innegablemente eficaz en su dibujo de dos individuos enfrentados a la adversidad. Imbuida de ese toque misterioso que otorga la neblinosa atmósfera de la Inglaterra victoriana (perfectamente recreada en pantalla), la película es inmisericorde en su forma de manejar los resortes de una relación de dependencia-desconfianza, de amor-odio. También resulta fascinante cuando retrata la personalidad algo esquiva del personaje de Simmons, una mezcla de fragilidad y fría inteligencia que atrae y repele a partes iguales. Es poco frecuente, en fin, encontrar personajes protagonistas tan abiertamente oscuros, poliédricos y difíciles como los que ofrece esta película, y Lubin los trabaja desde una perspectiva tal vez moralista, pero sin dejar de sentir por ellos una cierta benevolencia cómplice, como si representaran una parte vergonzosa de nuestro propio ser.
Pasos en la niebla fusiona, pues, el cine social (del que extrae conclusiones pesimistas), la intriga clásica (de ecos inevitablemente hitchcockianos) e incluso el romance (lo que siente el personaje de Simmons por el de Granger es tan complejo como fascinante) en un cocktail primorosamente elaborado que sirve a Lubin para ejercitar sus dotes para el suspense. La cinta, elegante, fluida y con ciertos giros inesperados y gratificantes, es grande en su modestia (nunca pretende ser más de lo que es), pero, sobre todo, es grande en su oscuridad, es decir, en la forma en la que articula la relación que los personajes principales mantienen bajo el peso, progresivamente agobiante, de sus propios secretos, unos secretos que dan cuenta de la catadura moral que gastan. En este sentido, Lubin no se cohíbe y exhibe malicia y simpatía por nuestros antihéroes (por muy detestables que puedan parecernos sus actos), si bien su sentido moral le impide estar de su parte hasta las últimas consecuencias. Más bien al contrario, Lubin y sus guionistas recurren a la ironía para cerrar la historia sin que quede la más mínima duda de cuán despreciables les resultan. A mí me parecieron, por encima de cualquier otra consideración, débiles y humanos. Y la película, un notable ejemplo de cine de suspense enormemente entretenido, malévolo y con cierto tono de cuento negro moralizante.