Por un momento olviden quien es Abel Ferrara. Olviden una figura polémica capaz de sobresalir tanto en un plató como fuera de él. Y olviden, por supuesto, el efecto que podría causar la elección de un cineasta como el neoyorquino para llevar a cabo un biopic sobre otro cineasta controvertido como Pier Paolo Pasolini. Porque en su nuevo trabajo Ferrara se desprende de Ferrara en un ejercicio sorprendente e insólito, donde no caben demostraciones de ego y en el que la despersonalización no tiene porque ser ni mucho menos un defecto, en especial si nos remitimos a un cineasta que ha demostrado sobradamente un carácter y personalidad fuera de toda duda. No obstante, siempre es difícil rehuir un debate como el que —en parte y de modo indirecto— propone Ferrara en Pasolini; ya sucedió cuando Takashi Miike nos entregase su (fabulosa) versión de Harakiri a través de una obra donde el excéntrico cineasta nipón renunciaba a una parte de su esencia como cineasta, pero a cambio entregaba un film respetuoso y notable, donde quizá se antojaba difícil entrever su figura pero incuestionablemente lograba aquello en lo que tantos habían fracasado con estrépito: conferir un significado al hecho de reversionar una de las obras maestras del cine mundial. Algo parecido sucede con Ferrara en una cinta que sin duda va más allá del simple biopic —de hecho, casi se antoja innecesario el uso de esa palabra ante el film que nos ocupa—, y no sólo se esmera en respetar una figura por la que el espectador puede percibir que el autor de Teniente corrupto siente auténtica admiración, es además capaz de cimentar un bello homenaje que entronca con el imaginario del cineasta italiano siendo capaz de diluir cualquier preconcepción habida y por haber, y mostrar una madurez inusual: no tanto porque Ferrara no pueda llegar a esas cotas (como es obvio), sino más bien por el hecho de que siempre se ha mostrado más como un cineasta ciertamente impulsivo.
Ese impulso hasta ahora indivisible del cine de Ferrara, no obstante, queda contenido en un film que no propone ni mucho menos un retrato al uso. En primer lugar, el cineasta rehuye centrar su trabajo en momentos clave, personajes históricos o incluso las cuantiosas polémicas en las que se viera implicado en su época el autor de Saló, o los 120 días de Sodoma, y lo hace fijando su mirada en un día, el de la muerte de Pier Paolo Pasolini. Es así como evita construir lo que muchos otros habrían abrazado sin remisión: un pastiche de instantes cumbre con cero capacidad para dirimir lo que en el fondo implicaba un director como el transalpino. En segundo lugar, Ferrara pinta un lienzo heterogéneo en el que realidad e ilusión se mezclan precisamente para comprender ese imaginario del que hablaba, y otorgar así un contrapunto a ese universo representado en el plano real, donde una lóbrega y enigmática atmósfera se cierne sobre la figura del italiano apoyada en una portentosa fotografía de Stefano Falivene, capaz de captar a la perfección el tono decadente de una Italia muy distinta a la actual. Es así como, y acompañado por un gran Willem Dafoe, que entiende con temple e inteligencia el peso de lo que tiene entre manos, Ferrara modula un trabajo cuya estructura no es precisamente casual, y cuyas intenciones distan en mucho (afortunadamente) de esta vorágine de películas donde la palabra biopic ha dejado de tener sentido; precisamente una férrea y brava decisión que a buen seguro ha reportado y reportará a Ferrara críticas en contra de esta Pasolini, aunque uno no deje de tener la triste sensación que, por una vez, se esté criticando a un cineasta por haber actuado con el corazón en lugar de con el ego y la razón que, visto lo visto, parece más consecuente en una época donde el homenaje se reduce a haber leído una triste biografía sobre el homenajeado y, en ocasiones, ni eso.
Larga vida a la nueva carne.