Una novela escrita por uno de los dos protagonistas de Partes de una familia, sirve a Diego Gutiérrez como prólogo perfecto para su debut en el terreno del largometraje documental: en él, su padre cuenta ante uno de sus sirvientes como, tras un más que previsible accidente al intentar cabalgar a lomos de un caballo, decidió iniciar su primer escarceo en el mundo de la literatura con la que sería su primera novela autobiográfica. Una secuencia tan simple como concisa que nos sirve para comprender el carácter obstinado y, en cierto modo, libre, de este cabecilla de familia.
Justo en el otro extremo, y unos años de separación por debajo, se sitúa Gina, la madre del cineasta que vive apartada de cualquier relación con un mundo, el de su marido, que no ha sabido ni querido entender. Ella, a su edad, ve las cosas desde una perspectiva muy diferente: lo único que desea es paz, alguna charla ocasional y la tranquilidad necesaria tras una vida dedicada a dos hijos y a un esposo que continúa, como ella mismo explica, intentando ser el centro de atención a sus 80 años. Una nueva muestra de ello, la idea de saltar en paracaídas para celebrar su octogésimo aniversario.
Pese a las diferencias que parecen separar a Gina y Gonzalo, un mismo techo los sigue acogiendo a ambos; en habitaciones distintas, pero bajo un mismo techo, al fin y al cabo. Diego Gutiérrez, lejos de intentar inmiscuirse en los porqués de continuar compartiendo espacio cuando el romance y ese vínculo que les unía se ha roto de modo permanente e irreversible, prefiere realizar un retrato sobre esos últimos pasos que da el amor y, quizá, las causas que han llevado una longeva convivencia a una situación como la reflejada en Partes de una familia.
Para ello, se sirve tanto de los testimonios de sus progenitores, proponiendo temas que puedan llegar a sugerir como ha surgido ese desencuentro que los mantiene casi siempre en puntos distintos de la casa, como de pequeños fragmentos de una conversación especialmente reveladora mantenida con una de las criadas: en ella, reconoce rehuir el compromiso por encima de todo, no tanto por no encontrar a la persona indicada, sino por el hecho de terminar quedando enjaulada en una vida y experiencia que, en algún momento, se podría tornar insatisfactoria.
Ese encierro que aparece casi de soslayo en sus palabras, es el que parecen vivir los padres de Diego: enclaustrados en una casa donde no les falta de nada, y pese a las tentativas de Gonzalo por huir siempre que puede, aunque sea simplemente para comprar tabaco, el cineasta muestra ese proceso de aislamiento (tanto propio —y premeditado, como en el caso de Gina— como emocional) con acierto bordeando los lindes de esa casa, pero sin salir en casi ningún momento de ella. Así, las verjas situadas en las ventanas sirven casi como composición metafórica, y esa pantalla partida de la que hace uso en un par de ocasiones Gutiérrez, da un sentido distinto al vasto terreno donde tienen la finca.
No obstante, esa separación y reclusión retratadas con tanto esmero, dejan anécdotas que sorprenden por su vigor y candidez, como esas flores que Gonzalo recogió de la iglesia en la que se casaron y llevó a su mujer justo meses antes, dejando un último resquicio de sentimiento aunque la esperanza quede para otros. De hecho, el mexicano parece intentar revestir ese sentimiento de una imagen más global al introducir la historia de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en mitad del relato.
Algo ciertamente difícil esto último, por las condiciones tan particulares de una familia con ese estatus, que sin embargo el cineasta logra describir ya sea a través de acontecimientos aislados o, simplemente, revelaciones más directas, como el incómodo silencio y la posterior respuesta de Gina ante la pregunta de qué siente en ese momento por su marido. Capturar la emoción en un marco como el propuesto no parecía nada sencillo y en Partes de una familia se consigue en cierto modo, sin necesidad de llevar al drama a ciertos puntos que en ocasiones es inevitable flanquear.
También cabe destacar la habilidad de Gutiérrez por no entrar en una dinámica más perversa dentro de esa historia que a veces parece dar pie a ello por lo complicado que resulta mantener el retrato de una situación que, con un simple encuentro, puede tornarse insostenible (como demuestra una de las últimas secuencias en el jardín), y que quizá en su periplo final el cineasta sostiene sin ser capaz de llegar a una conclusión que se encuentre a la altura del resto de la obra, aunque claro, sortear un terreno colindante como el personal nunca fue tarea fácil en esto del cine.
Larga vida a la nueva carne.
me queda bien