Park Chan-wook abanderó el boom del cine coreano a comienzos del siglo XXI merced a un título que hoy ya ostenta vitola de clásico: Oldboy. Esta retorcida crónica de una venganza, pieza central y más notoria de una trilogía dedicada exclusivamente al tema, revigorizó el thriller contemporáneo al tiempo que puso en evidencia la falta de inventiva con que se había abordado en los últimos tiempos desde Occidente. Con un arrojo formal y narrativo inusual, el autor de Sympathy for Mr. Vengeance se postuló como uno de los valores en alza del cine moderno, filtrando una sensibilidad oscura, enfermiza y fatalista a narraciones de género habitualmente derivativas y complacientes. Es, precisamente, la querencia por la subversión de ciertos patrones estéticos y narrativos inherentes al cine popular (con el thriller y el terror como principales receptores de estas propuestas renovadoras) lo que distinguió no sólo la obra de Park Chan-wook, sino la de otros coetáneos suyos igualmente volcados en la reformulación de los citados géneros.
Mientras autores como Kim Ki-duk (quizás el encargado de dar el pistoletazo de salida a esta fiebre de nuevos y prometedores directores coreanos) y Hong-Sang-soo (quien, sin exponerse tanto al gran público, ha sabido granjearse un prestigio al alcance de muy pocos) se movían en un ambiente más estrictamente festivalero, gente como Bong Joon-ho, Kim Jee-woon o el propio Park Chan-wook supieron aplicar cierto carácter de autor a un cine igualmente capacitado para seducir a una audiencia ajena a los vaivenes de los festivales. No es de extrañar, por tanto, que los tres autores mencionados acabaran sucumbiendo a los cantos de sirena de la industria de Hollywood, para la que acabaron facturando respectivos proyectos de encargo a los que, no obstante, supieron imponer su propia personalidad.
En el caso de Park Chan-wook, el estreno de una intriga de tintes hitchcockianos como Stoker no sirvió para reafirmar su estatus de director de culto en Occidente, más bien al contrario: su primer film en lengua inglesa causó cierto desconcierto y recibió una acogida tibia por parte de la crítica, que reconoció su elaborado andamiaje formal pero cuestionó lo exiguo de su cuerpo dramático. En este punto, y con dos cintas previas (Soy un cyborg y Thirst) que supusieron un jarro de agua fría para muchos, la carrera de Chan-wook parece anclada en un terreno de incertidumbre en el que cada nuevo trabajo suyo (el último, titulado La doncella, recién estrenado en nuestro país) parece condenado a tener que lidiar con el recuerdo de su celebrada trilogía de la venganza.
En esta tesitura, resulta interesante volver un poco al inicio de todo, a esos tiempos previos a Oldboy en los que Chan-wook empezó a dar claras muestras de su talento. Antes de aquella película, incluso antes de Joint Secutiry Area (probablemente, la primera de su filmografía que llamó la atención aquí en Occidente, aunque aún en una escala muy minoritaria), el cineasta rodó un extraño cortometraje titulado Judgement, que cuenta, en clave de comedia negra como el carbón, la tensión que se establece entre dos padres que, tras un terrible terremoto que ha asolado al país, reclaman como propio el mismo cadáver de una joven fatalmente desfigurada.
Lo más llamativo de la cinta es el modo en que su director inyecta elementos netamente humorísticos dentro de un material por lo demás muy dramático, provocando una comicidad incómoda que no suele ser frecuente en su cine (de hecho, sería más fácil asociarla a la obra de Bong Joon-ho, director con cierta tendencia a potenciar lo cómico —con trazos de patetismo— en unas narraciones donde predomina el pesimismo, el desasosiego y el drama). Siguiendo una estrategia similar a la empleada posteriormente por Carlos Vermut en Maquetas, Chan-wook combina recursos formales propios del docudrama (imágenes de archivo de la tragedia acompañadas de una pieza de música clásica) con elementos cómicos que redefinen las imágenes que acabamos de ver; en el caso que nos ocupa, esto se consigue recurriendo a un conflicto dramático que es carne de sátira despiadada, y que cortocircuita, con la ferocidad y negrura de su planteamiento, las defensas del espectador.
Gran parte del impacto que produce la película se deriva del choque entre el sentimiento elevado que sugieren las imágenes de la catástrofe y la bajeza moral que define a los personajes. Sorprende que, en tan poco tiempo y espacio (la cinta transcurre en un escenario único: la morgue donde yace el cadáver de la joven), su autor se las apañe para pergeñar un cuento moral (y moralista) lleno de aristas afiladas, en el que cabe tanto la denuncia del sensacionalismo de la prensa como de la instrumentalización de una tragedia de alcance nacional con fines lucrativos y personales. Chan-wook explora a fondo la situación anómala que vertebra el relato sin amilanarse ante sus elementos más escabrosos (en torno al grotesco cuerpo de la fallecida hay un par de gags tan incorrectos como hilarantes), pero también sin plegarse al impacto superficial de las imágenes.
De hecho, lo mejor de Judgement radica en su habilidad para sostener, con perversa habilidad, una intriga en la que lo que está en juego es la misma naturaleza humana, sometida a escrutinio en esa especie de limbo en blanco y negro que estalla, con el amago de un nuevo terremoto y el subsiguiente viraje al color, para dirimir, de forma brillante y precisa, la altura ética y humana de cada uno de los personajes que están en escena, y repartir, en consecuencia, los correspondientes castigos. Y si en algún momento la maquinaria dramática se fuerza más de la cuenta (la oportuna e improbable aparición de la presunta hija), se le disculpa porque también ahí se contribuye a tensar la maquinaria dramática que ha puesto en marcha el cineasta.
Puede que, vista ahora, con la perspectiva que da el tiempo y la filmografía del coreano en un punto tan avanzado, cueste un poco encajarla plenamente con el resto de obras que ha ido elaborando año tras año, más allá de cierta brillantez de forma (aquí en un punto de cocción bastante ajustado: hay cierto manierismo en el trabajo de cámara pero sin llegar al exceso ni malbaratar la coherencia de lo narrado) y de una malicia en la disposición y desarrollo de su argumento que puede rastrearse en su trilogía de la venganza o en Stoker. En cualquier caso, lo que es innegable es que, ya en época tan temprana, el autor de Soy un cyborg sabía idear y plasmar osados mestizajes genéricos en los que un talento muy evidente emanaba de unas imágenes brillantes, sugestivas y provocadoras. Su verdadero potencial, si bien aún no plenamente desarrollado, estaba a punto de eclosionar, para deleite de todos sus admiradores (entre los que servidor se incluye, por supuesto).